(Imagen de cabecera: Unrest de Cyril Schäublin)

Mariona Borrull (Novos Cinemas, Pontevedra)

Es fácil concluir que Novos Cinemas se ha convertido, en sus últimas dos ediciones, en espejo azaroso de la normalidad cinematográfica. Al fin y al cabo, agendado a una escasa semana de la Navidad, época en la que la cartelera cae bajo el monopolio de un único gran estreno, el festival se sostiene cual memorándum de que hay algo más allá de los atiborrados multisalas. Quienes se reúnen en el Teatro Principal de Pontevedra para contemplar una cuidada selección de “nuevas formas del cine” pueden vestir orgulloses la chapa de guardianes de la cinefilia, de la resistencia frente al consumo masivo, de feria. Es cómodo pensarlo así, aunque la vida nos encierre en burbujas y de Avatar poco se haya hablado estos días de certamen. En todo caso, descartamos desde ya el rupturismo que se le presupone a los “nuevos cines”, una etiqueta que engloba, en su mayoría, a tendencias bien labradas del cine indie, vocabularios comprensibles que desarrollar y trenzar, más que torcer.

Abría el certamen Los saldos de Raúl Capdevila, que venía de las Nuevas Olas de Sevilla y que mira a las formas luminosas del western como salvoconducto en tiempos de sobrecarga y amaneramiento del rural español. Los saldos brilla en la parquedad de sus imágenes, que huyen del sentimentalismo de las historias de vuelta a casa y de revalorización del linaje. Por contra, Capdevila merodea la irónica distancia que se abre entre los sueños imposibles del Oeste americano y una realidad agraria totalmente parcelada por la burocracia, sometida al mal invisible de las grandes corporaciones. De novedad, el film tiene poco… De hecho, la apuesta por la economía del western muda rápidamente a una ambientación y un discurso más opresivo y frontal, menos excitante.

Vista en la Sección Oficial, Arnold is a Model Student del tailandés Sorayos Prapapan (Premio a la Mejor Dirección y antes vista en Locarno) adopta sin peros los carriles límpidos de la sátira europea, aquella que esconde su denuncia a plena luz, arqueando las imágenes a base de composiciones geométricas y de una paleta evidente, que busca la tesis a toda costa. ¿El mensaje? Enhebrar las buenas intenciones del movimiento tailandés de los “Bad Students” –que lleva años luchando contra la rigidez de un sistema educativo autoritario– con las empresas individualistas de la sarta de gañanes que lo pueblan (Arnold, el “estudiante ejemplar”, es uno de elles). Como dicta un montaje paralelo tan abierto como inquietante, las pesquisas de Arnold no tardarán en mancillar los intereses comunitarios de la lucha estudiantil.

Como de costumbre, los “novos cinemas” llegaron para ordenar la casa del cine independiente, desechando armatostes para dejar sitio a películas no necesariamente transgresoras, que sí propias, con sentido. Ejemplo de ello es que en las sesiones contra “cualquier ortodoxia o dogma” (según reza el catálogo) de Latexos, sobresaliera el coming of age Álbum para la juventud dirigida por la argentina Malena Solarz. Por un lado, la película se decanta por un naturalismo cuidado, dibujando las rutinas en los últimos días del verano de dos jóvenes de dieciocho que, como dicta el género, encarrilan sus vidas hacia su versión adulta. Chico y chica son colegas en perfecta sintonía, se cuidan y se quieren indudablemente, y hay una parte de nosotres que, desde la claridad del patio de butacas, desearía que lo suyo se convierta en una bonita historia de amor. Sin embargo, Solarz lleva al extremo su apuesta por la observación mundana, convirtiendo la cinta en un estudio riguroso del nerviosismo, la incomodidad y el destartalamiento de la edad “post-pavo”. La bonaerense prescinde de las florituras y excesos emocionales del relato de aprendizaje y nos recuerda que el amor romántico lleva tiempo, y que quizás nuestra leve ansia por llegar a un potencial clímax es también un poco adolescente. Relajémonos.

Hasta cierto punto, el cine de atracciones, con sus diferentes avatares de Avatar, ofrece justo eso: nos permite relajarnos, mirar sin escudriñar en busca de tesis o de fórmulas trasnochadas. Con él, dejamos de saltar para que no nos la cuelen. El espectáculo puro regala asimismo la posibilidad de digerir las imágenes de una forma intestinal y directa, quitando presión al ojo e invocando el descubrimiento de nuevos patrones y dimensiones. Coincide, por ello, con algunas de las propuestas más excitantes del festival, películas que no basan su fuerza en la reinterpretación de tradiciones bien aradas (el rural, el cine de tesis, el coming of age), sino en el trabajo sobre el propio acto de mirar.

“H”.

Desde sus primeros minutos, H de Carlos Pardo Ros (estrenada en Nuevas Olas de Sevilla) se confiesa gratuita, absurda y ensimismada. Una voz masculina, la del mismo director, lee las palabras que se imprimen sobre negro, explicando los motivos que lo llevan a rodar. Cuenta que en 1969 un tío suyo falleció embestido por un toro, en plenos Sanfermines, pero que ninguno de los amigos que lo acompañaban sabe qué hizo durante las horas anteriores a su muerte. Pardo Ros, hoy, decide reunir a un reducido grupo de amigues para celebrar una suerte de funeral sin cuerpo, vistiendo todes la camisa azul que el tío llevaba e internándose durante seis noches en las fiestas que abarrotan las calles del centro pamplonés, hasta la salida del sol. La película, grabada enteramente con teléfonos móviles, acompaña a los personajes en su procesión al fondo de la noche en absoluta primera persona. Entre la zambullida y el zarandeo, la cámara sigue a las camisas azules (negras en la noche), entre las mareas de gente de blanco y rojo. En su constante chocar contra cuerpos que vienen y van, casi pierde la noción de encuadre: por su inmediatez física, acaba por no “ver” nada. Con el tiempo, lo que había empezado como liturgia se descubre exploración vertiginosa, violentada por tropeles de hombres que se abrazan y se gritan por encima de la música. Las chicas no abundan, y al encontrarlas a solas en callejones, suenan todas las alarmas: explicaba el equipo que rodaron los mismos días que ocurrió la violación de “la manada”. Cosiendo retazos de audios de WhatsApp sobre un diseño de sonido claustrofóbico, la película acaba explicándose como pintura negra sobre el terror ante la muerte, pero los ojos, cansados de entrecerrarse sin comprender, eso ya lo sabían.

Si H extenuaba nuestra capacidad de mirar, Unrest del suizo Cyril Schäublin (venida de Locarno) la anima. Su retrato del movimiento anarquista del valle de Jura en los últimos años del siglo XIX se arma como un belén compuesto de piezas diminutas, todas móviles. Schäublin toma las ideas de Pyotr Kropotkin, geólogo anarquista y peón en una película-paisaje, para diseñar el espacio de una forma radicalmente política. En Unrest todos los planos son extremadamente abiertos, sin centro aparente, y se rinden a composiciones intricadas y variables. Los personajes, pequeños, alegremente zurcidos en los márgenes del cuadro (dejando grandes espacios vacíos), rechazan el protagonismo y delegan a su entorno el peso de la imagen. Como en un libro de Buscando a Wally o una ilustración de Sempé, es allí donde sucede todo: un policía sube a una escalera para dar cuerda a un reloj, alguien posa para una fotografía, un grupo de operaries transportan piezas para la fábrica local… La Historia se disfraza de gran baile colectivo, harmonioso en sus tiempos diferentes, pero organizado en torno a la velocidad del segundero (¡qué brillante idea montar una película que, como el Playtime de Jacques Tati, no puede verse toda a la primera!). Canta desde la forma a los ideales anarquistas, perseguidos por capataces de moral endeble y rendida a los sinsentidos profundos del mundo capitalista. Con la misma claridad que explica que fábrica, municipio, iglesia y tren funcionan en cuatro husos horarios diferentes y que de ellos dependen el sueldo de les trabajadores, Unrest dicta por qué el mal del capitalismo es tan simple como difícil de extirpar.

“Happer’s Comet”.

Supone un último reto a la mirada la que en Novos Cinemas fue elegida como Mejor Película por el Jurado Oficial y la Crítica: Happer’s Comet de Tyler Taormina (también Premio Especial del Jurado en BAFICI). Taormina regresa al surrealismo de su debut, la magnética subversión de los ritos del prom que era Ham On Rye, esta vez fijando la mirada en aquellas personas que no duermen, a altas horas de la noche en un suburbio estadounidense. Lejos de la pesadumbre de los deslugares de Edward Hopper, más cerca de las radiografías de Bas Devos (entre los barridos a las habitaciones vacías de Hellhole y el deambular por avenidas enormes de Ghost Tropic), Happer’s Comet viñetea la noche hasta convertirla en interminable, una suma de pedazos de tiempo sin hora. En la ciudad, las personas concatenan sus pasos y acaban las frases de otres sin siquiera pretenderlo: hay coches que no arrancan y algunos que pasan demasiado rápido, gentes que se duerme al volante y otras que sufren de insomnio. Dentro de sus casas, los personajes se mueven silenciosamente, procurando no perturbar la quietud que plana por encima de todo. El chico que se maquilla en su habitación no querrá despertar a la señora que, unos segundos antes, se ha quedado dormida sobre una revista de ofertas en el comedor de su casa (la película, por supuesto, es muda). La cámara mirará todo por partes, comprendiendo las vidas nocturnas a trozos y en ocasiones solo por el rabillo del ojo. Negándonos la bigger picture, cuando por fin use el plano general, lo rematará a la vez con algún interrogante de lejos y en penumbra (¿quién era esa persona, al borde de la carretera?). Heredero de Lynch, Taormina perpetúa el misterio y atrae la mirada para que, si creemos verlo todo, siempre busquemos un poco más allá.