(Imagen de cabecera: Der stille sturm (La tormenta silenciosa) de Cristina Yurena Zerr)

Júlia Gaitano (Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria)

Era de esperar que, tras dos años de encierros forzados y amenazas invisibles, surgiera una ola de creaciones audiovisuales profundamente marcadas por la pandemia. Una corriente de obras fílmicas en las que los gestos reveladores conviven con perspectivas menos inspiradas. Al fin y al cabo, hay vivencias que no hace falta revivir, ni siquiera en forma de película, si no es para verter una cierta luz sobre nuestra experiencia extrema de lo real. En este sentido, la película Der stille sturm (La tormenta silenciosa), en la que la cineasta alemana Cristina Yurena Zerr propone un humilde y honesto ejercicio de observación de la familia de su pareja, Jakob, resulta una aportación refrescante al cine pandémico. Partiendo de la burbuja de lo particular, en un pequeño pueblo de Burgenland, Austria, Zerr articula un potente discurso sobre el estado de las cosas. Lo hace, además, centrando su mirada en una figura de rostro arrugado y toda una vida a las espaldas: la abuela de Jakob, Fannie. Se bromea, en el film, sobre el hecho de que Fannie no había estado nunca tan acompañada como durante el primer confinamiento. Aprovechando la obligación del teletrabajo, parte de la familia escoge trasladarse a una casa en el pequeño pueblo de Jabing, donde reside Fannie y también recala Zerr. Desde el corazón de la incertidumbre provocada por el estallido de la pandemia, la cineasta empieza a grabar, seguramente sin tener mucha idea de hacia dónde va a llevarle el proyecto.

Toda persona que haya estado al cuidado de una persona mayor –“no es que esté enferma, es que estoy mayor”, reclama Fannie–, sabe que se trata de una situación delicada, una realidad cuya complejidad se acentuó durante la pandemia. Por eso cabe poner en valor el tacto y sensibilidad con el que Zerr hace brillar la esencia de Fannie, interpelándola como una mujer capaz de aportar una perspectiva privilegiada sobre la vida. Un acercamiento a la anciana que aparece aureolado por el retrato de una comunidad que, pese a contar con la ventaja de no residir en una gran urbe, debe responder a los golpes de la pandemia, que obliga a suspender las actividades religiosas y que imposibilita la llegada al pueblo de cuidadores y cuidadoras procedentes de Rumanía. A partir de un planteamiento minimalista, y acudiendo a las formas del documental observacional, Der stille sturm (La tormenta silenciosa) –presentada en la sección Canarias Cinema– va tejiendo un poliédrico retrato social: conocemos a una familia iraquí refugiada en la parroquia local, mientras que Jakob se involucra en el rescate de inmigrantes en el Mediterráneo. A raíz de estas cuestiones de candente actualidad, emerge en el film el pasado de Fannie, quien emigró a Canadá en su juventud y que, en la actualidad, a sus 94 años, se rebela de forma enérgica contra las injusticias. Por su parte, Zerr prolonga su rodaje durante muchos meses y, entre rutinas diarias y grandes gestas humanitarias, construye una calmada, comprometida, afectiva y elocuente reflexión fílmica, no ya de lo que han sido los dos últimos años sino del estado del mundo actual.

“La pasión de Juana de Arco” con música de El Afecto Ilustrado (©Tony Hernández)

Recogiendo el testigo de la inauguración, con la proyección de Nosferatu acompañada de la actuación de Jozef van Wissem, con su laúd y guitarra eléctrica, la sección Camera Obscura prosiguió sus andadas. En esta ocasión, la segunda noche, pudimos disfrutar de La pasión de Juana de Arco, el clásico mudo de Carl Theodor Dreyer, con un acompañamiento privilegiado a cargo del grupo de cámara barroco El Afecto Ilustrado, formado por Carlos Oramas, laudista grancanario, Adrían Linares al violín barroco y Diego Pérez al violoncelo barroco. El programa elegido para dar hilo musical a las penas y tribulaciones de Jeanne fue un repertorio de música francesa de los siglos XV, XVI y XVII, con piezas de Joaquin Desprèz o Robert de Visée, entre otros. Este emparejamiento de imágenes y sonidos formuló una simbiosis al borde del trance, con el barroquismo de la música rasgando la sobriedad extrema de los primerísimos planos del film de Dreyer. Como las pequeñas y fugaces expresiones que cruzan el rostro de Maria Falconetti, también las texturas del ensemble bascularon entre la más pura serenidad y el arrebato virtuoso. Gracias a una copia muy bien restaurada del clásico y el acierto de los tres músicos, se vivió en el Festival de Las Palmas una experiencia prácticamente religiosa.