Júlia Gaitano (D’A Film Festival Barcelona)

En un primer gesto autorreferencial, el mexicano Carlos Reygadas plantea el arranque de Nuestro tiempo como una prolongación de la hipnótica apertura de Post Tenebras Lux. Una suerte de preludio que anticipa y sintetiza lo que hemos de presenciar en las siguientes tres horas de metraje. Sustituyendo el formato académico de Post Tenebras Lux por un amplio panorámico anamórfico, toda la parte inicial se ve teñida de los tonos arcillosos del vasto lodazal donde juegan y reposan niños y preadolescentes de ambos sexos. Siguiendo el camino de la propia vida, en esos primeros minutos Reygadas captura la sensibilidad infantil, los inocentes juegos de sus pequeños protagonistas (que pronostica futuras violencias), trasladándolos en poco tiempo a los callados anhelos románticos de un chico que se descubre deseando a una chica que no lo ve con los mismos ojos. La cámara del director de fotografía Diego García (responsable de la fotografía de bellezas como Cemetery of Splendour o Wildlife) se desliza entonces hacia un entorno mucho más adulto, en el rancho taurino donde encontramos al propio Reygadas (Juan en la ficción), figura central de una película en la que su mujer, Esther (interpretada por Natalia Lopez, pareja del cineasta en la vida real) ocupará un espacio secundario.

La dispersión temática que encontrábamos en Post Tenebras Lux da paso en Nuestro tiempo a una mucho más definida cohesión narrativa. Un ordenamiento que permite a Reygadas diseccionarse a sí mismo como hombre, como marido, pero también como padre, compañero, patrón. Cuando Esther comience un idilio al margen de su matrimonio, se destapará el verdadero Juan, con todas las toxicidades inscritas en su idea de la masculinidad, amenazada por todo tipo de inseguridades y violencia. Así, el núcleo argumental del film gira en torno al enquistamiento de una crisis de pareja que removerá los cimientos de un supuesto “amor libre” del que Juan se consideraba abanderado. Un drama que Reygadas despliega desde una perspectiva rabiosamente personal y subjetiva, perfilando (como suele ocurrir en la obra del mexicano) un tratamiento épico, odiseico, del relato.

Como ocurría con Post Tenebras Lux, Nuestro tiempo tiene la capacidad de desplegarse hacia distintas direcciones, expandiéndose sin aparente mesura, abrazando la grandilocuencia y hallando, paradójicamente, una seguridad en el propio exceso. Dicho modus operandi genera un vaivén expresivo que, sin embargo, va reforzando ciertas tesis de fondo. El arranque coral (con los niños y los preadolescentes) deriva en un relato intimista, casi minimalista, cercanos a la “pieza de cámara” musical. En momentos puntuales, la película despliega unas sobrecogedoras escenas taurinas, pura energía salvaje. Y, en una de las mejores secuencias del film, un parsimonioso plano aéreo sobre Ciudad de México sirve para que la voz (en off) de Esther ofrezca una nueva perspectiva del drama que vive la pareja. Sin embargo, pese a la multiplicidad de recursos formales y narrativos, no cabe duda de que la metáfora central de Nuestro tiempo se concentra en la figura del animal, el toro como símbolo de hombría, de irracional instinto y rabia. Aunque en algunos pasajes pueda parecer que Nuestro tiempo se pierde en los devaneos del drama, la película encuentra su rumbo en el estudio alusivo de la alienación del protagonista, encarnada en momentos de gran fuerza matérica y telúrica.