En el catálogo de la edición de 2016 del Festival Internacional de Cine de Ourense, el crítico Alberto Lechuga calificaba la película de inauguración del certamen, la intrigante Santoalla, como un “documental de terror rural”. Feliz definición para una obra que nos sumerge en las profundidades campestres de Galicia para diseccionar, a medio camino entre True Detective, Los santos inocentes y The Blair Witch Project, la guerra fría que se desató, entre principios de los años 90 y 2010, entre las dos únicas familias que habitaban el ruinoso poblado de Santoalla. Allí se cruzaron los destinos de una pareja de holandeses errantes que decidieron construir su sueño hippy en el lugar y una familia “de toda la vida”, el último reducto de una España atávica, regida por una versión particular de los dogmas religiosos y enraizada en una todopoderosa fe en la propiedad –“le tenemos mucho cariño a la tierra… lo mío es mío y no lo toca nadie…”, afirma con un acento ininteligible uno de los hijos del clan local–.

Sin mayores alardes estilísticos, la ópera prima de los norteamericanos Andrew Becker y Daniel Mehrer se aferra a los hechos para luego difuminar la realidad en una truculenta nebulosa de odio. Todo ello canalizado a través de la sugerente hibridación de diversos materiales audiovisuales: imágenes procedentes de noticiarios locales, filmaciones realizadas por la pareja de holandeses (las más fascinantes del film), las grabaciones de un juicio que enfrentó a las familias por el usufructo de la tierra, y nuevo metraje filmado por Becker y Mehrer.

Conservando como esqueleto narrativo la cronología de los acontecimientos –un crecendo de rencor que culminó en el asesinato del holandés, Martin Verfondern–, Santoalla se hace fuerte gracias a la agilidad con la que los directores van tirando de los diferentes hilos del relato. Lo que parece la crónica de un crepúsculo social –el abandono de la Galicia más agreste– deviene el retrato de una utopía neo-rural, lo que parece un ejercicio periodístico de crónica negra deviene un estudio psicológico sobre el enquistamiento del resentimiento –ahí están los ecos de la insensata guerra privada de Los duelistas de Joseph Conrad–. Un conjunto de vetas narrativas que crean una realidad movediza, la radiografía física y emocional de un territorio en el que la pertenencia al lugar deviene sueño (la conquista de un paraíso privado) y pesadilla (un virus que se incrusta en el ADN): el arraigo como forma de resistencia y como precipicio autodestructivo.

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Los mayores problemas de Santoalla aparecen en las escenas filmadas por Becker y Mehrer, y sobre todo en el tratamiento sonoro del film. Manifestando una infundada desconfianza en la dimensión siniestra de las imágenes y del relato, los directores aliñan toda la banda sonora con ecos de sintetizadores que pretenden recrudecer la acción. El resultado apunta más a Documentos TV que a Twin Peaks. Por su parte, en la representación de la decadencia del poblado también se detecta un cierto abuso de los efectismos: los time-lapse y los travellings fantasmagóricos funcionan más como una distracción que como un sostén para las tesis del film. Por suerte, la imponente figura de Margo Pool, la esposa del asesinado, mantiene en pie la película: su nobleza, compostura y recogimiento, filmados casi siempre en respetuoso plano general por Becker y Mehrer –excepto en un dramático momento catártico–, hacen las veces de aliento espiritual de la película. Se completa así la delicada ecuación de Santoalla, una estremecedora incursión en la tragedia de los sueños rotos a manos del temor al otro: la perversidad de un fundamentalismo de lo propio.

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