Hay tres momentos especialmente emocionantes en el documental Saura(s), de Félix Viscarret. El primero llega cuando uno de los hijos de Carlos Saura, habitual ayudante de dirección y colaborador de su padre, le muestra en una pantalla una imagen de La prima angélica (1973), en la que un ‘pequeño’ José Luis López Vázquez se despide de sus padres cuando comienza la Guerra Civil. Arranca el plano y se ve un coche al fondo que se va acercando por una carretera castellana. Saura no reconoce la película, su hijo insiste y él sólo dice. “Ah, López Vázquez”. “Pues es muy bonita, incluso así sin sonido, me parece muy bonita”, y remarca que no la recuerda. Pero quizá sí, porque Saura tiene ese humor aragonés (que comparte con Buñuel) seco como la lija y afilado como sólo lo puede tener una persona de su ingenio creativo.

Después se va soltando, y ante una imagen de Laura del Sol y Cristina Hoyos bailando frente a un espejo en Carmen (1983) reconoce que es uno de los mejores encuadres y movimientos de cámara que ha hecho en su vida: “Lo intenté repetir en varios documentales musicales, pero nunca lo volví a lograr”. De fondo, sigue la coreografía, mientras Saura se quita una capa más de esas que parecen protegerle. Y, finalmente, el momento en el que vemos al director en la intimidad de su estudio trasteando con un montón de cámaras de fotos, cambiando piezas de una a otra, manipulando minúsculos instrumentos propios de un taller y dejando que sus manos ejecuten, mientras el pensamiento parece estar dibujando el story board de una película cuyo guion sólo existe en su cabeza.

Por estos tres momentos, valdría la pena el documental Saura(s). Viscarret se propone enfrentar al director de Cría Cuervos (Saura) con el padre de siete hijos (Carlos), de tres relaciones distintas y de generaciones muy diferentes. El trabajo forma parte de la serie Cineastas contados, impulsada por la productora Pantalla Partida, y es el segundo tras la muy interesante La décima carta, que Virginia García del Pino rodó a propósito de otro maestro: el fallecido recientemente Basilio Marín Patino. El propósito es conseguir el retrato de un director joven a propósito de uno veterano. De momento, los dos que se han terminado surcan el territorio de la memoria. En el caso de Saura, su empeño en no recordar, a pesar de que podría, casi nada de su pasado (incluidas sus películas), porque prefiere volcarse en una intensa actividad creativa como único remedio fiable contra la amenaza de la melancolía.

Este es el primer obstáculo al que tiene que hacer frente Viscarret: si su protagonista (a preguntas de sus propios hijos) se niega a indagar en su pasado, el retrato del personaje más que difuminado terminaría siendo expresionista. Este atasco se resuelve con continúas apariciones de Viscarret en pantalla –ambientadas con una discutible puesta en escena heredera de los trabajos Saura-Storaro– tratando de desatascar, pero también pecando de intrusismo (aunque él, obviamente, sea el autor de la obra) y convirtiendo el film por momentos en algo parecido al docudrama a propósito de la imposibilidad de crear. Y esa es una parte que, teniendo a Saura en pantalla y una vez que ha empezado a hablar, no tiene más interés. Al final, el que renegaba de hablar de su pasado es el que acaba sacando la bandera blanca, firma la paz y saca adelante el documental.