LEYENDA DORADA. Ion de Sosa, Chema García Ibarra. España (2019). Con Al Sarcoli, Cristina Canchal, María Ángeles Rosco, Carlos Lebrón Lázaro.

Parece una virtud nimia, pero tanto Ion de Sosa como Chema García Ibarra, en sus respectivos trabajos individuales, han sabido retratar con verdadero respeto esa clase/cultura popular española, ya sea levantina o emigrante, que pocas veces protagoniza relatos cinematográficos ajenos a la compasión y el miserabilismo. A los pocos minutos de arrancar Leyenda dorada, aparece un primer plano, nada estetizante, de un glorioso plato combinado –salchichas, patatas fritas, lechuga (iceberg), tomate–, probablemente el rey gastronómico de las mesas populares de verano. Y ese plano, sobre el que se superpone el canto popular de una vieja con gafas de sol sentada en un chiringuito de piscina, viene precedido de las manos de una joven que ojea despreocupada un libro sobre conjuros satánicos, rituales y ouijas. Un corte brutal que marca el tono que persigue la película: un trabajo de ficción costumbrista, o una suerte de costumbrismo de ciencia-ficción cargado de (buen) humor.

La combinación De Sosa-Ibarra es quizás uno de los duetos más geniales que ha alumbrado el cine reciente en España, dos almas gemelas que parecían destinadas a encontrarse, y que juntos han conseguido un exacto punto intermedio entre sus filias y fobias. Lo que enunciaban las primeras películas de Ibarra –una sci-fi teñida de absurdo popular, de retrato de barrio– ha devenido, gracias en parte a la intervención de de Sosa y su cámara de 16mm, en pequeños haikus (un sonido aquí, un diálogo allí) que apuntalan una historia que el espectador habrá de concluir. En Leyenda dorada, el sopor de las sobremesas de verano en esa piscina de tierra adentro se mezcla con una megafonía que se debate entre lo promocional y los sonidos de ultratumba, y un grupo de jóvenes que deciden invocar, ouija en mano, a Antonio Anglés. Apuntes humorísticos con los que De Sosa e Ibarra no solo acreditan la belleza del tedio veraniego y de las hormonas desatadas de los adolescentes (todos actores no profesionales), sino que convierten un escenario aparentemente banal en un candente híbrido de satanismo a plena luz del día, cultura popular y crónica negra. Quizás estos dos cineastas hayan superado el haiku y encontrado una fórmula patria más apropiada para nuestro contexto: el cine como plato combinado. Gonzalo de Pedro Amatria

ATLANTIQUE. Mati Diop. Francia, Senegal, Bélgica (2019). Con brahima Mbaye, Abdou Balde, Aminata Kane.

En Atlantique, la joven cineasta franco-senegalesa Mati Diop (sobrina de Djibril Diop Mambéty, leyenda del cine africano) ofrece una original y romántica aproximación al drama de la juventud africana contemporánea, atrapada entre tradiciones arcaicas, la falta de oportunidades y el turbio horizonte del sueño europeo. Sin embargo, pese a la audacia con la que Diop hibrida el retrato antropológico con pinceladas de cine fantástico, Atlantique no acaba de responder a sus promesas, enredándose en las idas y venidas de una narración que pedía más atrevimiento formal. Los cinéfilos recordarán a Diop por haber protagonizado 35 Rhums de la francesa Claire Denis. Y, de hecho, es posible rastrear la sombra de la directora de High Life en la cara más sensual de Atlantique, cuando la cámara se pega a la piel de sus personajes, o en los planos generales del océano agitado y brumoso.

Planteada como un drama social en el que la vida de una joven (Mame Bineta Sane) se ve trastocada por la marcha de su amado rumbo a España en patera, la película adquiere un nuevo vuelo cuando entra en escena un componente esotérico de la mano de unas misteriosas “posesiones”. Un componente fantástico que Diop maneja con sobria elegancia, reivindicando la memoria de Yo anduve con un zombi de Jacques Tourneur. La directora del mediometraje de culto Mille soleils demuestra poseer un don para capturar ese halo de inocencia que convierte el encuentro entre dos jóvenes amantes en algo trascendental. También sobresale a la hora de combinar escenas paisajísticas con texturas musicales hipnóticas (cortesía de la compositora y artista conceptual de origen senegalés Fatima Al Qadiri). Talentos que mantienen al espectador de Atlantique atento a la pantalla, y que despiertan en este crítico la esperanza de que, en próximos largometrajes, Diop se lance a profundizar en las posibilidades de un cine definitivamente inclinado hacia la fisicidad y la poesía. Manu Yáñez

ICH WAR ZUHASE, ABER (I WAS AT HOME, BUT). Angela Schalenec. Alemania, Serbia (2019). Con Maren Eggert, Jakob Lassalle, Clara Möller.

“Estaba en casa, pero”. La forma abrupta del título de la nueva película de Angela Schanelec viene determinada por ese “pero” final que anuncia un problema y que no llega a concretarse. Esa conjunción adversativa que une dos conceptos para oponerlos, o matizarlos, y que aquí no llega a oponer, ni tan siquiera a unir. Abre un vacío, una incógnita que es la que la película trabajará con mimo, pero. Un vacío que abre un enorme interrogante: ¿qué vendría después? Estaba en casa, refugiada, a salvo, en el hogar, pero. Hay otro elemento importante en el título, que encontrará su eco justo en la película: la idea del hogar, el espacio de lo íntimo, de las relaciones familiares, del que uno se marcha para no volver jamás. Porque la película entera, filmada con un rigor extremo, se construye sobre esos dos elementos simples: un hogar, una familia, y unos vínculos rotos, o a punto de hacerlo. Conjunciones copulativas que devienen en adversativas, uniones que tropiezan. Procesos que ratifican el posible vínculo entre el film de Schalenec y el universo del maestro japonés Yasujirō Ozu, cuyo imaginario hogareño y familiar alberga como una de sus cumbres esa obra maestra muda titulada He nacido, pero…

Estaba en casa, pero retrata unos días en la vida de una familia, una madre y sus dos hijos, tras el regreso del mayor, desaparecido durante una semana. Sin decir una palabra, el hijo regresa, y todo es distinto, todo ha cambiado. Hay una tensión, y un dolor compartido que nadie enuncia, pero. Hay una herida, física, y hay muchas heridas abiertas, sin enunciar, quizás relacionadas con la muerte del padre, que descubriremos más adelante, y los intentos por encontrar la nueva conjunción copulativa que otorgue sentido y unión a todos los elementos sintácticos que conforman la familia. Y es así también como funciona la propia estructura de la película: con elementos que parecen buscar los vínculos, escenas aparentemente dislocadas, inconexas, que van sumándose y otorgando sentido conforme se suceden. En Estaba en casa, pero todo funciona de forma perfectamente orgánica. Bajo la aparente frialdad formal, se esconde una profunda humanidad y un respeto profundo hacia sus personajes, a los que retrata en sus contradicciones, en sus tensiones, en su dolor y complejidad. Gonzalo de Pedro Amatria

SHAKTI. Martín Rejtman. Argentina, Chile (2019). Con Ignacio Solmonese, Laura Visconti, Emma Luisa Rivero, Patricio Penna.

El estreno de una película, aunque sea de duración reducida, de Martín Rejtman (director clave del Nuevo Cine Argentino con films como Rapado o Silvia Prieto, entre otros) es un acontecimiento cinéfilo. Coproducida con Chile, Shakti tiene como protagonista a uno de los típicos anithéroes rejtmanianos, Federico (Ignacio Solmonese), un veinteañero judío golpeado por la reciente muerte de su abuela. Cuando se decide a terminar con la relación con su novia Madga (Valentina Posleman), ella le propone seguir siendo “amigos”. Tampoco le va mejor en sus sesiones de terapia, sobre todo cuando choca el coche de su psicóloga (Susana Pampín) y decide no subir al consultorio por temor a las consecuencias.

Víctima de la depresión, Fede se encierra en su departamento, pero serán su padre (Pablo Moisenco) y sobre todo su hermano Ulises (Patricio Penna) quienes intentarán echale una mano y sacarlo de ese letargo. En esta comedia de enredos –de humor asordinado, claro– habrá escenas en un coro, en una discoteca y en una típica comida judía. La película da un vuelco tras el encuentro  con la Shakti del título (Laura Visconti), una joven Hare Krishna.

Judaísmo, psicología, relaciones familiares, canto, baile, comida, encuentros azarosos… Shakti es un compendio, un reciclaje, una variante y una relectura de las obsesiones de un director que, en menos de 19 minutos, es capaz de construir un universo propio, reconocible y único a la vez. Los diálogos escritos/recitados, el artificio, las elipsis, la comicidad buscada y al mismo tiempo escatimada… Rejtman ha vuelto en toda su dimensión y expresión. Diego Batlle

LES ENFANTS D’ISADORA. Damien Manivel. Francia, Corea del Sur (2019). Con Agathe Bonitzer, Manon Carpentier, Marika Rizzy.

Llegada al que fuera el momento más doloroso de su vida, Isadora Duncan –considerada la madre fundadora de la danza moderna– se dio cuenta de que ningún concepto (dicho o escrito) podría plasmar el trauma al que quedaría reducida su maternidad. Acababa de perder a sus dos hijos y su terrible soledad se vio magnificada por el terrorífico silencio con el que el lenguaje respondió a su aflicción. Así nació La madre, una pieza de danza en la que las piernas de Duncan mantenían en equilibrio a un cuerpo renqueante (el suyo), y donde sus brazos acunaban el más insoportable de los pesares: un vacío que ya nunca más podría ser llenado. Aproximadamente un siglo después de esta convulsión, una joven bailarina se dispone a reproducir dicha danza. Para ello, acude a un archivo y extrae un libro en el que está contenido el legado artístico de Duncan. Al abrirlo, sus ojos se iluminan… y los nuestros, se oscurecen ante lo que parece ser una serie indescifrable de jeroglíficos.

Así se presenta Les enfants d’Isadora, la nueva película de Damien Manivel. Tras Un jeune poète y Le parc, la cámara del cineasta francés sigue a la joven bailarina y, al poco rato, a una profesora de baile y a su joven alumna… y al rato, a una de las espectadoras del espectáculo que se ha estado fraguando durante los dos primeros actos. Los repetidos cambios en el punto de observación responden de manera natural a una acción que avanza por pura transmisión. De la inicial ignorancia de lo encriptado transitamos, en deliciosa cámara lenta, al conocimiento más reconfortante: saber que, a pesar de todo, no estamos solos. Es el milagro de convertir lo complejo en comprensible, sin traicionar nunca su naturaleza. El cine de Manivel, siempre impecable en su ligereza, resuelve el enigma. Los hijos e hijas que Duncan sigue teniendo desperdigados por el mundo se comunican superando las barreras idiomáticas. Unas agitan grácil y sentidamente sus extremidades; otros dejan que una lágrima recorra su rostro. Sin dopaje cinematográfico alguno, Manivel nos acerca a la luz del conocimiento… y el calor humano que se desprende de él. Víctor Esquirol

NIMIC. Yorgos Lanthimos. Alemania, Reino Unido, Estados Unidos (2019). Con Matt Dillon, Lizzi Ceniceros, Susan Elle.

Yorgos Lanthimos, el autor de Canino y La favorita, presenta en Nimic una pesadilla existencial en la que un padre de familia, de profesión violoncelista, tiene un encuentro casual con una persona cualquiera. Un suceso sin aparente importancia… si no fuera porque activará una reacción en cadena que mandará al traste su vida. Lanthimos sigue aferrado a un cine de la desazón: las tomas en gran angular deforman espacios donde supuestamente impera la armonía, mientras el montaje de sonido convierte tanto la música (aquí, un fragmento repetido de la Sinfonía Simple de Benjamin Britten) como el ruido ambiente en agentes invasivos de una realidad familiar que se desmorona a cada segundo que pasa.

En el metro, Matt Dillon cruza la mirada con Daphne Patakia, y le pregunta por la hora. Una interacción banal en la que, no obstante, ya se pone en marcha ese extrañamiento característico del cine de Lanthimos. Ella le mira, desviando a los pocos segundos la vista hacia un punto inconcreto, y sonríe, no se sabe si de forma amistosa o perversa. Cuando finalmente contesta, da la sensación de que sus labios y su voz están ligeramente desincronizados. Un leve “fallo en el sistema” que presagia el derrumbe. De repente, el hombre se da cuenta de que está siendo perseguido por la mujer. Lanthimos muestra este angustioso seguimiento con un montaje construido a base de barridos de cámara y travellings laterales “doblados”, o “copiados”. Un juego de mímica afianzado por un montaje quirúrgico. Al llegar a casa, el hombre quiere reafirmar su rol paterno ante su esposa e hijos, pero entonces la mujer perseguidora prolonga su juego de substitución, introduciendo en el relato ese halo surrealista tan del justo del cineasta griego. Así, Lanthimos invoca esos miedos profundos que solo pueden surgir de la invasión (y posterior apropiación) de aquello que creíamos intransferible.

A la postre, en poco menos de un cuarto de hora, Nimic concreta toda una serie de horrores que se trasladan al patio de butacas. A través del hurto de una identidad, el cortometraje acaba planteando un interrogante inquietante: ¿cuál es el valor del talento artístico en una sociedad dominada por las apariencias? Lanthimos responde con un auditorio a reventar en el que la música es lo de menos, o el fin de la apreciación del arte como síntoma del fin de aquello a lo que alguna vez llamamos humanidad. Víctor Esquirol