Página web del Festival de Cine Europeo de Sevilla (3-11 noviembre).

THE SQUARE. Ruben Östlund. 142 minutos. Suecia, Dinamarca, Estados Unidos, Francia (2017). Con Claes Bang, Elisabeth Moss, Dominic West.

El nuevo largometraje del sueco Ruben Östlund (Play, Fuerza mayor) debe su título y su dimensión moral a una instalación de la artista argentina Lola Arias, en la que el “cuadrado” del título se presenta como un espacio utópico de convivencia cívica y paz social. En este ambicioso film, Christian (Claes Bang), un intelectual elegante y narcisista, es el nuevo director de un museo de arte contemporáneo. Un día, en plena calle, a Christian le roban el teléfono móvil y la billetera. Tras rastrear con un dispositivo GPS el paradero del móvil, planea recuperarlo adentrándose en un barrio periférico y obrero.

El film trabaja –con mayor presupuesto y más ínfulas– cuestiones ya transitadas por el director en sus anteriores films: las diferencias sociales, la hipocresía y el cinismo de la clase acomodada, el desapego emocional, la cobardía masculina, la incomunicación de una sociedad hipercomunicada (explorada a través de la viralización de un video políticamente incorrecto), los límites éticos frente a la libertad de expresión, la xenofobia y otras miserias de la Europa otrora opulenta y hoy en plena decadencia. El resultado es algo decepcionante porque, si bien mantiene el espíritu provocador, la creatividad y la capacidad de sorpresa de sus films anteriores, la manipulación, el sadismo y cierto regodeo en el patetismo de los personajes y sus situaciones hacen que el evidente talento de Östlund queda sepultado por una acumulación pretenciosa de performances (por momentos en la línea de su compatriota Roy Andersson) muchas veces extremas. Diego Batlle

HAPPY END. Michael Haneke. 107 minutos. Francia, Austria, Alemania (2017). Con Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz.

Morosa y y algo dispersa, Happy End, la nueva embestida de Michael Haneke a la conciencia del espectador, se presenta como una obra cocida a fuego lento. Como una araña que confecciona su tela mediante un movimiento concéntrico, la película se construye a golpe de guiños autorreferenciales, diseminados a lo largo y ancho de la familia burguesa y disfuncional que protagoniza el film. En su estructura marcadamente fragmentaria, así como en la diseminación de sus enigmas, Happy End remite a títulos como 71 fragmentos de una cronología del azar o Código desconocido. La película arranca con unos planos filmados con un móvil (volverán a aparecer en diferentes momentos del film) que remiten inevitablemente a la alienación tecnológica de El vídeo de Benny, mientras que unos chats de Facebook trufados de perversión sexual conectan con La pianista. Aunque el autoguiño definitivo llega de la mano del personaje de Jean-Louis Trintignant, un patriarca ahora senil que identificamos como la progresión conceptual del protagonista de Amor.

Lo curioso del caso es que todos estos apuntes más bien macabros, que configuran el habitual mosaico nihilista de Haneke, aparecen aquí asordinados, desprovistos de toda furia. En este sentido, no resulta extraño el desconcierto que Happy End generó, en el pasado Festival de Cannes, entre los seguidores del cineasta austriaco, adeptos a los giros virulentos y los estallidos de violencia más explícita. Aquí, toda la acritud hanekiana está pasada por el filtro de una macabra normalidad, en la que conviven, desde los primeros minutos del film, intentos de suicidio, familias disfuncionales, proyectos empresariales fallidos y paternalismo burgués. En este sentido, hay que clarificar que la aparente sutilidad de la propuesta no hace más que esconder la crueldad congénita de la mirada de Haneke. El austríaco dispara en todas direcciones, a la decadencia moral de una sociedad youtuber, a la mala conciencia de occidente respecto a drama inmigratorio (la acción transcurre en Calais), o a la irresponsabilidad de un padre de familia alérgico al verdadero compromiso. Está todo ahí, congelado sobre el abismo de lo cotidiano. Manu Yáñez

THE LAST FAMILY. Jan P. Matuszynski. 123 minutos. Polonia (2016). Con Andrzej Seweryn, Dawid Ogrodnik, Aleksandra Konieczna.

El segundo largometraje del polaco Jan P. Matuszyński es un inusual biopic sobre el pintor surrealista Zdzisław Beksiński, que comprende su vida desde 1977 hasta 2005, año en que fue asesinado por el hijo del conserje de su edificio. A diferencia de la mayoría de películas de este género, The Last Family desatiende por completo la progresión del arte de Beksiński, centrándose en la exhibición de las miserias que sufrió la familia de este genio del siglo XX. A medida que avanza la trama, el pintor pierde protagonismo en su propio biopic, pues el drama es eclipsado por los intentos de suicidio de su hijo. De este modo, la presunta biografía de Beksiński deviene un melodrama tan ácido y macabro como el contenido de sus pinturas: muerte, sadismo y una profunda amargura reinando en el universo de lo grotesco. Carlota Moseguí

ESTIU 1993. Carla Simón. 97 minutos. España (2017). Con Bruna Cusí, David Verdaguer, Laia Artigas.

Ganadora del Gran Premio de la sección Generation Kplus y del galardón a la Mejor Opera Prima del Festival de Berlín, esta película con elementos autobiográficos está a la altura de sus ilustres distinciones. Los padres de la directora murieron a causa del virus HIV cuando ella era muy pequeña y, si bien el SIDA nunca se nombra en la película, está claro que en aquellos tiempos (1993) había tanto prejuicio como desconocimiento respecto del tema. La película está narrada desde el punto de vista de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que, tras la muerte de su madre, va a vivir con sus tíos y su pequeña prima en un aislado entorno rural cerca de Barcelona. Artigas –un dechado de expresividad– consigue trasmitir toda la angustia, desolación, incomodidad, malestar, ira y las sucesivas transformaciones de una niña marcada por una tragedia que no sabe cómo procesar.

Con la cámara siempre cerca y a la altura de la pequeña heroína, con una capacidad de observación no demasiado habitual para que ningún detalle, gesto o mirada reveladora se le escape, Carla Simón hace gala de un aplomo infrecuente en una debutante. Pero, más allá de los aciertos formales y en la dirección de actores, lo que hace de Estiu 1993 una pequeña gran película es el pudor, la forma en que elude casi todos los golpes bajos del coming of age y las tentaciones demagógicas que este tipo de historias suelen ofrecer. Bella y sensual, esta narración intimista y veraniega lidia con la muerte sin regodearse en el dolor, pero tampoco resulta banal o simplista. Haber encontrado el tono justo, ese que es capaz de seducir al público sin tomarlo de rehén, es el principal mérito de una directora (que tiene algo de Lucrecia Martel y Mia Hansen-Løve) a la que habrá que prestarle mucha atención. Diego Batlle

LOVELES. Andréi Zviáguintsev. 127 minutos. Rusia, Francia (2017). Con Yanina Hope, Maryana Spivak, Aleksey Rozin.

El moroso arranque de Loveless –con sus estampas nevadas y un largo plano de la salida de unos chicos de una escuela– ya apunta con cierta claridad las intenciones del cineasta ruso Andréi Zviáguintsev. Se trata de poner en relación el sentir del conjunto del pueblo ruso con una historia singular, privada, hacia la que nos lleva uno de los chicos del colegio. La cámara del director de El regreso –siempre elegante, siempre quirúrjico– sigue al pequeño hasta su casa, para terminar revelando una profunda crisis doméstica. A partir de ahí, los padres del chaval, que están en proceso de separación, se convertirán en los protagonistas de este demoledor retrato de la debacle moral de la Rusia actual, que se mueve en la frontera entre lo literal –un intimismo que puede recordar al de Tuesday, After Christmas del rumano Radu Muntean– y lo alegórico –el drama de los personajes como síntoma de una crisis social–.

En este segundo registro, que Zviáguintsev ya trabajó a fondo en Leviatán, la película entabla puentes con el cine de Michael Haneke, y en particular con Caché (Escondido). Ambas juegan con la idea de un niño que pone contra las cuerdas a sus alienados padres, ambas diseccionan con atención y distancia los rituales de una cierta burguesía, y las dos enmarcan el drama de los personajes en un turbio contexto geopolítico e histórico. Entre los méritos de Loveless se encuentra el esfuerzo que pone Zviáguintsev en no atender a las flaquezas y aflicciones de los personajes, sino también a su capacidad de compromiso y a su cara más afectuosa. Por desgracia, el cineasta ruso acaba subrayando la cara más miserable de sus criaturas, algo que se evidencia en el retrato de los personajes femeninos, que resultan ser demasiado dependientes o frívolos (uno se pregunta si Zviáguintsev es consciente del halo de misoginia que recorre su película). Un desajuste que pone de manifiesto tanto la ambición como las limitaciones de esta película de gran empaque audiovisual y fuertes resonancias sociopolíticas. Manu Yáñez

JUPITER’S MOON. Kórnel Mundruczó. 100 minutos. Hungría. Con Merab Ninidze, Zsombor Jéger, György Cserhalmi.

Tras ganar el máximo premio de la sección Un Certain Regard de Cannes en 2014 con White God, el húngaro Mundruczó regresó a la Competencia Oficial con una película tan maniquea, pretenciosa, artera y manipuladora que en la comparación deja a Alejandro González Iñárritu como un heredero directo de Robert Bresson. Después de sufrir mil y una penurias, y recibir incluso varios disparos en el cuerpo, un joven refugiado sirio descubre que puede volar. Un médico al que le han quitado la licencia percibe sus poderes y quiere sacar inmediato provecho de ello. Mientras tanto, las fuerzas represivas lo buscan día y noche.

¿Quieren más? Con el correr del film, la cosa va yendo desde lo estrictamente político y de la mirada a la degradación de una sociedad corrupta y codiciosa hacia los milagros y las referencias religiosas con el pobre inmigrante ilegal transformado en figura crística. Música pomposa, alegorías y simbolismos, solemnidad y auto-importancia. Cuando el bombazo de un atentado terrorista retumba en la sala, queda la sensación de que ya no hay límite moral (ni posibilidad de redención) para este director húngaro que, sin dudas, tiene un enorme dominio de la técnica y una capacidad para lograr imágenes de gran intensidad. El problema, claro, es el objetivo que persigue. Diego Batlle