Página web de AMERICANA – Festival de Cinema Independent Nord-Americà de Barcelona

RELAXER. Joel Potrykus. 91 minutos. Estados Unidos (2018). Con  Joshua Burge, David Dastmalchian, Andre Hyland. SECCIÓN NEXT

Más allá de sus juegos cinéfilos, su habilidoso manejo de la cultura pop y su dominio de una dramaturgia de la confrontación, conviene pensar la obra de Joel Potrykus en términos eminentemente políticos. Ningún otro cineasta norteamericano contemporáneo demuestra tanto interés por el retrato de figuras marginales, criaturas que, consumidas por la nada cotidiana, se embarcan en extrañas odiseas trágicas: la desarticulación anarquista del orden financiero en Buzzard, la invocación del diablo en The Alchemist Cookbook y, ahora, en Relaxer, la consecución de la trascendencia a través de la superación del nivel máximo conocido del videojuego Pac-Man. La misión puede parecer ridícula, pero el camino está lleno de trampas muy serias. Abbie (¿Abel?), nuestro héroe, perennemente sentado en el sofá de un cochambroso apartamento de Michigan, decide someterse a los retos abusivos de su hermano Cam (¿Caín?). Tras un primer reto consistente en beber incontables biberones de leche agria, Abbie se compromete a no levantarse de su sillón hasta superar el nivel 256 de Pac-Man. Quedan pocos meses para la llegada del año 2000 –Relaxer merecería titularse 2001: Una odisea anarco-gamer– y el objetivo de Abbie parece irrealizable, pero como repite más de una vez el protagonista, él no es un quitter, él no es de esos que abandonan.

Avasallando al espectador con su comicidad de tintes surrealistas y su argot barriobajero, Relaxer entrecruza las referencias pop más coyunturales, circa 1999 –los protagonistas citan diálogos de Jerry Maguire o Desafío total–, y un repertorio endiablado de posibles vínculos literarios. El autoencierro al que se somete Abbie (un Joshua Burge en la cima de su slackerismo angustiado) remite tanto al Sísifo de Jean-Paul Sartre como a una versión paródica de La metamorfosis de Kafka, punteada por un reductio ad absurdum de las pulsiones del capitalismo: la conquista del éxito, el miedo al fracaso, el individualismo como refugio autodestructivo… una sublimación patética del espíritu macgyveriano de supervivencia que permite a Potrykus homenajear a La quimera del oro de Chaplin. Invocando al David Cronenberg de Scanners y esa fe pasoliniana en la resistencia de los desheredados, Relaxer nos invita a congelar la carcajada al reconocernos en la desesperación del protagonista y en el vacío moral de nuestro tiempo.

MONROVIA, INDIANA. Frederick Wiseman. 143 minutos. Estados Unidos (2018). SECCIÓN DOCS.

En Monrovia, Indiana, el legendario Frederick Wiseman plantea una suerte de contrapunto a sus últimos films, de Boxing Gym a Ex Libris: The New York Public Library, en los que ha perfilado el retrato utópico de una América pletóricamente multicultural, en la que las instituciones garantizan la conservación del legado cultural y donde la ciudadanía participa activamente en la construcción de una identidad comunal. Así, por una parte, en los 143 minutos de Monrovia, Indiana –el viaje de Wiseman a la América profunda y pueblerina–, el director de Titicut Follies elabora otra de sus metódicas y exhaustivas inmersiones en la cara más noble y cotidiana de la engrasada maquinaria social: los trabajadores públicos velan por la seguridad y bienestar de su gente, mientras las tradiciones (desde las charlas de cafetería a los pintorescos rituales de una logia masónica) mantienen ensamblada a la comunidad. Sin embargo, a medida que se acumulan las escenas, es posible ir divisando conductas y escenarios algo más siniestros: las vastas extensiones agrícolas son explotadas de manera industrial, los supermercados aparece atiborrados de comida procesada y el sobrepeso parece ser la norma. Estos ácidos apuntes dibujan una realidad dominada por la sobreabundancia consumista y un individualismo amable: la noción de “sostenibilidad” clama por su ausencia. Lo interesante, como suele ocurrir con Wiseman, es que el cineasta bostoniano nunca adopta una postura recriminatoria: fiel a sus principios observacionales y a la confianza que siempre deposita en el espectador, el maestro prefiere la sugerencia al manifiesto.

SUPPORT THE GIRLS. Andrew Bujalski. 93 minutos. Estados Unidos (2018). Con Regina Hall, Haley Lu Richardson, Dylan Gelula, James Le Gros. SECCIÓN TOPS.

“¿Cuántas películas han sabido retratar la realidad del ‘lugar de trabajo’, no como un concepto cargado políticamente o un principio estructural, sino como una entidad viva?”. Así arrancaba un memorable artículo en el que, a mediados del año 2009, el crítico norteamericano Kent Jones daba cuenta del desinterés del cine americano por el día a día de los trabajadores. Contra esa indiferencia se manifiesta, discreta y locuazmente, Support the Girls, la nueva película de Andrew Bujalski (Beeswax). En su nuevo estudio de las dinámicas de funcionamiento de una comunidad cerrada de personajes –a la manera de Computer Chess–, Bujalski estudia con todo lujo de detalle una jornada en la vida de un grupo de trabajadoras de un bar-restaurante modelado a imagen y semejanza de la cadena Hooters. Las normas (escritas) del personal prohíben las lamentaciones y exigen un fuerte sentido de la responsabilidad, mientras que la realidad (no escrita) impone las sonrisas forzadas, los tejano-shorts minúsculos y los escotes abismados. En este escenario, Bujalski construye una inesperada comedia festivo-costumbrista en la que se observa, con espíritu crítico, la indefensión de las trabajadoras, pero en la que sobre todo se canta a la dignidad de una currantes sobradas de compañerismo y respeto.

Un referente útil a la hora de pensar Support the Girls es el de Richard Linklater, y no solo porque el film esté rodado en Austin, Texas, la ciudad del director de Boyhood. A pesar de lo pintoresco del escenario –un restaurante de camareras explosivas–, el tono ligero de la película y su puesta en escena apuntan a un realismo contenido y riguroso. Estamos lejos del colorismo encendido y de la pulsión cinética del cine de Sean Baker, y mucho más cerca del merodeo sosegado y circular de Linklater. Filmando con una sonrisa amistosa en los labios, Bujalski da luz a una película que no solo se atreve a conquistar para el cine americano actual el lugar de trabajo –casi veinte años después de la icónica Trabajo basura–, sino que nos devuelve la fe en la posibilidad de la sublevación cotidiana. Volviendo a la conexión con el universo de Linklater, hacía mucho que este crítico no revivía la emoción con la que antaño hizo suya la negativa de Pink (Jason London), el protagonista de Dazed and Confused, a someterse a las restrictivas leyes de su “entrenador”, o la resistencia de Dewey Finn (Jack Black), el héroe de School of Rock, ante los ataques normativos de un realidad conservadora. Sobre esa dimensión íntima de lo político construye Support the Girls su contagioso espíritu subversivo.

WILDLIFE. Paul Dano. 105 minutos. Estados Unidos (2018). Con Jake Gyllenhaal, Carey Mulligan, Bill Camp, Ed Oxenbould. SECCIÓN TOPS.

Sorprendentemente reposada y meditativa para tratarse de una ópera prima, Wildlife de Paul Dano propone un apesadumbrado (y también embriagador) retrato de la disolución de un reducido clan familiar, la crónica del desmembramiento de un matrimonio que, en la América profunda de la década de 1960, se descubre carcomido por el tedio cotidiano y la frustración ante unos sueños tan prefabricados como truncados. Imaginen una relectura de American Beauty o Revolutionary Road sin la altivez de un creador deseoso de embestir ferozmente contra sus criaturas, y sin unos actores ansiosos por cazar una nominación al Oscar: Jake Gyllenhaal brilla a la altura habitual, mientras que Carey Mulligan se muestra capaz de actualizar el modelo de mujer-bajo-la-influencia, a lo Gena Rowlands, liberándose de su tendencia a abusar del mohín apenado.

La sutilidad de Wildlife –que, lógicamente, no consiguió captar la atención de los académicos de Hollywood– resulta todavía más admirable en cuanto estamos ante una adaptación de la insidiosa novela Incendios de Richard Ford. Dano, junto a su coguionista y pareja Zoe Kazan, asordinan los punzantes soliloquios de los personajes de Ford y, en un audaz ejercicio de dramaturgia, desdibujan los parámetros temporales demarcados por el original literario: lo que en la novela son unos pocos días, en la película, sumergida en la profunda confusión y aturdimiento del hijo del matrimonio (un impresionante Ed Oxenbould), parecen meses. De hecho, el díptico que forman la novela de Ford y la película de Dano ilustra de manera reveladora la dimensión psicologista de la literatura (un arte del alumbramiento) y el potencial enigmático del cine (un arte de la ambigüedad). Sostenida sobre los cruces de miradas, Wildlife me retrotrajo, de manera vívida, a la experiencia formativa que supuso la separación de mis padres en mi adolescencia, mientras que Incendios, una novela prendada de agudas reflexiones, me enfrentó a la cara más atribulada de mi días como padre. ¡Qué gran aventura artístico-vital!

MADELINE’S MADELINE. Josephine Decker. 93 minutos. Estados Unidos (2018). Con Helena Howard, Molly Parker, Miranda July. SECCIÓN NEXT.

Planteada como un viaje impresionista al fondo de una personalidad quebradiza, Madeline’s Madeline funciona como un frágil castillo de naipes. La protagonista, la Madeline del título (una convincente Helena Howard), es una adolescente de 16 años que arrastra el estigma de un trastorno psicológico. La sombra del derrumbamiento personal se cierne sobre el personaje como una amenaza latente, una posibilidad que el film articula a través de una puesta en escena inestable y descentrada. Mediante un montaje entrecortado, casi como en un cuadro cubista, Madeline aparece como una figura fragmentaria, volátil, capaz de pasar de la euforia a la congoja en un cambio de plano. La inconsistencia identitaria del personaje se subraya a través de su participación en un grupo teatral en el que se invita a los participantes a encarnar figuras animales. Una inmersión en lo primitivo que pone de relieve la extrema codificación social del mundo de Madeline: los disfuncionales vínculos familiares, la iniciación sentimental, la vida en la sobreestimulante Nueva York…

Rebuscando en los márgenes de la expresión fílmica una vía de acceso a los misterios de la adolescencia, la directora Josephine Decker acaba construyendo un endiablado collage de referentes modernos. La manera de penetrar en una psique trastornada, abrazando un subjetivismo estridente, hace pensar en el trabajo de Darren Aronofsky, mientras que la construcción de un triángulo de turbias relaciones materno-filiales invitan a pensar en Mommy de Xavier Dolan. La sombras de Terrence Malick y David Lynch son alargadas, sin embargo, el juego referencial más sugerente consistiría en vincular Madeline’s Madeline al universo de la argentina Lucrecia Martel. Cuando se produce el probable atropello de un animal y la conductora decide seguir adelante como si no hubiera ocurrido nada, resulta imposible no pensar en el arranque de La mujer sin cabeza y sopesar la dimensión moral de Madeline’s Madeline. He aquí una película sobre la locura que, pese a tantear los límites de la provocación –las insinuaciones sexuales de Madeline al marido de su profesora parecen de otro film–, consigue no resultar moralista.

THE MISEDUCATION OF CAMERON POST. Desiree Akhavan. 91 minutos. Estados Unidos (2018). Con Chloë Grace Moretz, Steven Hauck, Quinn Shephard. INAUGURACIÓN.

Con su imaginario desangelado y su aura depresiva, la segunda película de Desiree Akhavan tras Appropriate Behavior podría verse como una humilde heredera de La tormenta de hielo, la película con la que Ang Lee diseccionó sin nostalgia, y a partir de la novela de Rick Moody, el malestar e hipocresía de la América de principios de la década de 1970. La acción de The Miseducation of Cameron Post transcurre dos décadas más tarde, pero el conservadurismo de la era Nixon sigue imponiendo su ley. En ese contexto ideológico, Akhavan propone un retrato crudo y sigilosamente terrorífico de un centro donde se “desintoxica” a jóvenes gays y lesbianas. Cuando, a su llegada a God’s Promise, la heroína del film (una solvente Chloë Grace Moretz) se topa con una trasunto del bigotudo Flanders de los Simpson cantando, guitarra en mano, una oda al Señor, resulta difícil no percibir un guiño caricaturesco. Sin embargo, el retrato posterior de ese infierno de adoctrinamiento pasivo-agresivo apunta a una reformulación indie de la fábula sociópata de Canino de Yorgos Lanthimos: aquí, a los pacientes de les llama “discípulos”; a la conversión, “reajuste”; y a la homosexualidad, “confusión de género”, “lucha contra el pecado” o “SSA-Same Sex Attraction”.

Aliñada con pasajes impresionistas que recuerdan al cine etéreo y melancólico de Sofia Coppola, The Miseducation… se muestra ansiosa por recoger el testimonio del padre de la teen movie sentimental, John Hughes, y peca de una cierto exceso de clímax emotivos y monólogos resabidos (“quizá, cuando eres adolescente, se supone que debes estar a disgusto contigo mismo”). Tampoco ayuda al conjunto que el desarrollo dramático del film se asemeje a una terapia psicológica por fases: de la “resistencia”, se pasa a la “aceptación”, de la “confrontación” al “derrumbamiento”… Un guion telegráfico que, en todo caso, no consigue alterar la sensación de que la directora sabe situarse a la altura de sus protagonistas, abrazándolos en su lucha contra una tormenta de fuego autoritario y represor.