Página web del D’A Film Festival Barcelona (26 abril – 6 mayo)

LES FANTÔMES D’ISMAËL. Arnaud Desplechin. 132 minutos. Francia (2017). Con Mathieu Amalric, Marion Cotillard, Charlotte Gainsbourg.

Excesiva, gozosamente abstracta y voluntariamente desmembrada, Les fantômes d’Ismaël utiliza todos los artificios que el director de Tres recuerdos de mi juventud ha ido ejercitando a lo largo de su carrera: de las citas a otras obras de arte a los saltos de eje que desorientan al espectador, de las elipsis y flash-backs abruptos a las escenas de confesiones a cámara, de la polifonía de perspectivas (y voces en off) a los zooms agresivos. A lo que, en esta ocasión, se suma un juego de ficciones dentro de ficciones encaminadas hacia una meditación sobre la fragilidad del ego: Mathieu Amalric, que interpreta a un director de cine, cumple, como de costumbre, el rol de alter ego de Desplechin, mientras que Louis Garrel encarna a otro alter ego, el del hermano del protagonista, en una película dentro de la película. La idea de Desplechin parece ser la de romper con la unicidad del yo, reflexionar acerca del modo en que crecemos y cambiamos: es posible “tener 2 o 3 vidas”, afirma uno de los personajes del film. Todd Haynes demostró en I’m Not There que era posible resquebrajar por completo la identidad de un artista (Bob Dylan, de quien en Les Fantomes d’Ismaël se escucha su It Ain’t Me Babe); Desplechin toma el testigo y plantea una película que aplica ese principio deconstructivo de manera tan radical como sutil.

Informe y desbordante, Les Fantomes d’Ismaël es seguramente la película más ambiciosa de Desplechin desde Rois et Reine (2004), su obra maestra. Como muestra, una escena memorable en la que el personaje de Amalric construye una tupida red de cuerdas (a lo Spider de David Cronenberg) apoyadas sobre dos retablos del siglo XV y, arrebatado por una locura pasajera, celebra “la invención de la perspectiva”. Por último, resulta necesario hablar de la fascinante dimensión cinéfila de Les Fantomes d’Ismaël, que en diferentes pasajes entrecruza citas a Persona de Ingmar Bergman y, sobre todo, al universo de Alfred Hitchcock. La sombra alargada de la esposa muerta remite a Rebeca, mientras que la reaparición fantasmal de la mujer remite claramente a Vertigo. Es posible pensar incluso en 8 ½ de Fellini, aunque, a la postre, Les Fantomes d’Ismaël, con sus citas a Philip Roth y Jacques Lacan, resulta ser una obra enteramente desplechaniana, quizás el epítome de su estilo y sus obsesiones. Manu Yáñez

ALIVE IN FRANCE. Abel Ferrara. 79 minutos. Francia (2017).

Con Alive in France, Abel Ferrara deja constancia de la breve gira que realizó por escenarios del país galo en otoño de 2016, interpretando la música que aparece en su filmografía. En un momento de la cinta, Ferrara se encarga de explicar que, de contar con presupuesto suficiente, probablemente se limitaría a llenar sus bandas sonoras con temas de los Rolling Stones. Pero como sus producciones suelen ir justas de posibles, le sale más a cuenta juntarse con amigos y componer ellos mismos las canciones que luego se integrarán en el relato. Una lógica de austeridad y optimización del talento no muy distinta a la que puede aplicar John Carpenter, si bien en el caso de Ferrara los resultados no cuajan en sonidos particularmente memorables y capaces de sobrevivir fuera del contexto para el que fueron creados.

Esto explica por qué el carisma del filme no se encuentra tanto en el plano sonoro como en los encuentros que produce sobre el escenario, reuniendo al cineasta con algunos de sus colaboradores habituales, como Joe Delia y Paul Hipp. Así, el director de Teniente corrupto tiene la ocasión de filmar a las personas que le son cercanas y a las que quiere y admira: no debe extrañarnos que, a la hora de registrar las actuaciones, los encuadres tiendan a un contrapicado que magnifica la presencia de los músicos. En ese territorio, el propio director se convierte en una presencia omnipresente, cuyo deambular errático pero enérgico marca el carácter de una película que no conoce el reposo y que se niega a detenerse mucho tiempo en cada una de sus vertientes, ya sean las reflexiones del autor sobre su oficio, los preparativos de los conciertos, o el gozo de estas reuniones públicas entre amigos. Así, la conclusión que permite extraer Alive in France es que todo lo que toca Ferrara queda inoculado por un agente que atrae el caos, asimilando con naturalidad accidentes como la de la groupie hostil que persigue al grupo por el backstage, o la fan que decide abuchear el minuto de gloria de Paul Hipp en Midnight for You, un calco springsteeniano compuesto para China Girl. Gerard Casau

THE DAY AFTER. Hong Sang-soo. 92 minutos. Corea (2017). Con Cho Yunhee, Ki Joabang, Kim Min-hee.

Nada es mera repetición mecánica en el cine Hong Sang-soo; solamente la pereza puede adjudicarle al realizador coreano una cualidad estéril al vívido sistema poético con el que viene trabajando en una suerte de fenomenología lúdica sobre la desavenencia amorosa entre hombres y mujeres de una cierta clase social y un medio específico, el intelectual y artístico. En esta ocasión, se trata del dueño de una pequeña editorial que termina confesándole a su mujer que algo pasa entre la secretaria de la empresa y él. Todo lo que se deriva narrativamente de esa desgraciada situación afectiva es desconcertante, porque los tiempos del relato se cruzan sin evidenciar del todo las secuencias de los hechos y los participantes de estos, a tal punto que la protagonista ni siquiera pertenece al triángulo amoroso en cuestión. En Hong, lo que importa no es tanto lo que se dice sino los efectos que tienen las palabras de un personaje sobre otro, formas de descripción que afectan la intimidad; también está presente el habitual uso del zoom como sistema de reencuadre en la propia escena, a menudo en sincronía con variaciones de significado e intensidad en la conversación. The Day After es el filme de un creyente del cine y tiene una de las escenas más hermosas de toda la carrera de su director; sucede en un taxi mientras comienza a nevar. Roger Koza

THE GREEN FOG. Guy Maddin, Evan Johnson, Galen Johnson. 63 minutos. Estados Unidos (2017).

Si en su anterior film, Guy Maddin homenajeaba una serie de películas (el cine primigenio de aventuras) a través de una sola (The Forbidden Room), ahora, con The Green Fog, invierte la jugada: se conjuran muchos trabajos para reverenciar a uno solo. Obras como Star Trek IV. Misión: salvar la Tierra, Bullitt, Godzilla (2014), Harry el sucio, La roca, Panorama para matar o The Game se presentan como los actores/actrices de un homenaje cinéfilo cuyo factor de convergencia es el escenario. Un lugar compartido; una ciudad que en realidad es un concepto: San Franciso, ciudad mítica en parte gracias a los mitos cinematográficos que ha hospedado. Aunque la amalgama referencial del film va mucho más allá de la mera celebración posmoderna: The Green Fog nos invita a hacerle un hueco al misterio en nuestro corazón. De repente, una niebla verde invade el cuadro. Es algo que vemos pero que no podemos tocar; un fenómeno meteorológico que ahora también es fílmico.

A la postre, el viaje hipnótico que propone Maddin deviene el más genial de los remakes de una película de Alfred Hitchcock. Gus Van Sant lo probó con el calco de cada fotograma de Psicosis; ahora, Maddin ha rehecho Vertigo a partir de la vertiginosa invocación de otras piezas. Obras que, antes de The Green Fog, eran independientes y que ahora nos resultan inseparables. El disfraz como transformación; la transformación como desnaturalización… pero a la vez, como eco aún perceptible de la esencia original. El pelo rubio de Kim Novak nos lleva a la peluca de Donald Trump, en aquel bosque de secuoyas suena ahora el This I Promise You de NSYNC y Chuck Norris, siempre por encima del bien y del mal, se confirma como anomalía inmune a los caprichos de los dioses. La película de Hitchcock muta en manos de Maddin, pero no cae en lo irreconocible. La mirada, lo sabía James Stewart, transforma, pero también recuerda. En el pasado, la película se titulaba Vértigo (De entre los muertos); en el presente, el fenómeno se conoce como The Green Fog. Víctor Esquirol

MRS. FANG. Wang Bing. 86 minutos. China, Francia, Alemania (2017).

El gran cineasta chino Wang Bing (Ta’ang, Bitter Money) regresa con un acercamiento a los últimos días de una anciana diagnosticada con Alzheimer. Un acercamiento al gran tabú de la era contemporánea que escapa de todo eufemismo estético para mirar de frente al final de la existencia. Construida a partir de unos salvajes primeros planos de un rostro paralizado, que intentan plasmar el último aliento de vida escapándose de un cuerpo humano, Mrs. Fang se halla dividida en dos partes. Por un lado, están las tomas que ocurren en el interior de la habitación donde yace la nonagenaria; por el otro, unas secuencias protagonizadas por el resto de familiares, que llevan una suerte de “vida paralela” en el mundo exterior. Wang Bing retrata la espera de la muerte como una especie de espectáculo, donde los familiares observan pasivamente, asistiendo a un ritual que, en cierto modo, remite a la última ficción de Albert Serra, La mort de Luis XIV. Sin embargo, en la rueda de prensa del film en la pasada edición del Festival de Locarno, el director de Al oeste de los raíles aclaró que su intención nunca fue dramatizar la inminente defunción de esa persona, sino poetizar la muerte mediante su misteriosa y sublime apariencia. Carlota Moseguí

SOLLERS POINT. Matt Portefield. 101 minutos. Estados Unidos, Francia (2017). Con McCaul Lombardi, Jim Belushi, Tom Guiry.

Hay un momento en Sollers Point donde se asegura que las acciones son un espejo del carácter. Consecuentemente, a lo largo de sus cien minutos de metraje, el director Matt Porterfield (Putty Hill, I Used to Be Darker), en un acto de generosidad, se concentra en observar las acciones de sus personajes –la dimensión física de sus quehaceres– en detrimento de un acercamiento basado en el enjuiciamiento de sus conductas. La película comienza con Keith (McCaul Lombardi), que ha pasado nueve meses en casa bajo arresto domiciliario. En una bella elipsis —que nos lleva de un tobillo con un brazalete policial a otro pie, ahora ya desnudo, que corre por la ciudad— Keith recupera su libertad, pero sus acciones a partir de ese instante reflejarán más un viaje de ida y vuelta que un escape.

Uno de los grandes aciertos de Sollers Point es que, pese a poder salir de casa, nunca deja de estar presente la idea de que el protagonista sigue encerrado. Hay un deambular constante por la ciudad en el que visitamos el pasado de su protagonista (la banda con la que trapicheaba, su ex novia), su presente (un padre castrador, la compenetración con su hermana) e incluso sus posibilidades de futuro frustrado (la chica que conoce en la universidad), pero pese a todos esos encuentros siempre da la sensación de que estamos asistiendo a una repetición de errores ya cometidos. Si antes Keith no podía salir de casa, ahora entendemos que tampoco puede escapar de un Baltimore que se ha acostumbrado a vivir sin él pero que, al mismo tiempo, no le permite el abandono.

Tras volver a dedicarse a la venta de drogas a pequeña escala, Keith recoge en su coche a una drogadicta desesperada a la que le faltan cinco dólares para poder completar la compra. Semanas más tarde, el protagonista vuelve a encontrarse con la misma mujer en otra carretera pero esta vez ella está limpia y le asegura que no quiere comprar droga sino que la acerque al hospital. Se trata de una secuencia que no pretende ejemplificar ni dogmatizar: Keith se alegra genuinamente de que su clienta haya conseguido abandonar su adicción. Una reacción que contiene una toma de conciencia y un pequeño resquicio de esperanza. Keith seguirá montado en el coche una vez deje a su clienta en el destino, pero con esta secuencia Porterfield ilumina brevemente Sollers Point y parece afirmar que las reacciones también son un espejo. Endika Rey