El cine español vivió durante muchos años de espaldas a la realidad política, creando una suerte de burbuja irreal, un país alternativo formado por profesionales de clase media-alta, cuyos problemas eran únicamente de índole amoroso, y en el que la militancia política ni estaba ni se la esperaba, de la misma manera en que los problemas laborales, las cuestiones sociales, las desigualdades y los problemas comunes desaparecían en favor de un mundo a-problemático, una suerte de clase media global en la que la historia desaparecía para dar paso a un status quo eterno. Si algo de bueno ha tenido la crisis económica (también llamada estafa global) ha sido la de acabar con la ficción de esa clase media para todos, y revelar las tensiones inherentes a cualquier sociedad de clases capitalista, y obligar a cierto cine a tomar conciencia de su condición de espejo deformante y reaccionar ante ello, por acción o por omisión. Selfie, de Víctor García León, compañero de andanzas de Jonás Trueba y director de Más pena que gloria y Vete de mí, es una rara avis en este sentido, porque afronta la realidad política más inmediata y urgente a través de un prisma cómico nada inocuo, que bajo su aparente simpleza y su parodia en forma de fake documental, esconde una mirada profundamente desesperanzada de un país eternamente dividido en guerras cainitas.

Rodado bajo la forma de un falso documental, Selfie arranca, sin dar explicaciones ni ofrecer contexto, como una especie de reality-show con el hijo de un alto cargo del Partido Popular como protagonista, un pijo ególatra y despreocupado que parece haber encargado a un equipo de televisión el rodaje constante de su propia vida, con tan mala suerte que lo que terminan por rodar es su viaje a los infiernos de la clase media cuando su padre es detenido y encarcelado, acusado de todo tipo de delitos y fechorías de corrupción, enriquecimiento y aprovechamiento indebido. El punto de partida, que por desgracia se ha convertido en el pan nuestro de cada día en los informativos españoles, da lugar al viaje del protagonista, convertido de pronto en un paria social, sin casa (embargada por la justicia) rechazado por su propia clase acomodada, los empresarios, los jerifaltes del partido, o la propia familia de su novia, y que termina por lanzarse a los brazos de una invidente militante de Podemos, a la que engaña haciéndose pasar por la víctima de un desahucio, y que le consigue alojamiento gratis en casa de un amigo pagafantas, enamorado de ella, y también militante de Podemos.

La decisión formal –rodar la historia bajo el formato de esa suerte de falso documental– no es en absoluto gratuita, y forma parte del trasfondo crítico que despliega la película, bajo su recital de situaciones cómicas: el retrato de una sociedad centrada en el autorretrato complaciente, que organiza todos los aspectos de la vida, desde el personal al plano colectivo y político, en torno al espectáculo de la imagen, la afirmación del “yo estuve ahí”, con el yo en negrita y la imagen como fin último. Así, pese a que la trama principal de la película es el retrato de las peripecias de un miembro de esa clase que lleva dominando España desde, al menos, el final de la Guerra Civil, abocado a entender una sociedad mucho más compleja, sin coches de lujo para todos, la película compone un retrato bastante incómodo, e hilarante, de la militancia política, la clases dominantes, y las esperanzas de cambio; un retrato en el que nadie sale bien parado, y que de manera muy consciente se ocupa de subrayar lo que muchos trataron de esconder durante mucho tiempo: que las clases sociales existen, y que la ignorancia, el desprecio o el desconocimiento de esa realidad está en la base de muchos de los problemas que hoy enfrentamos.

Si bien es cierto que la película reparte estopa por doquier, es también cierto que es la clase alta, encarnada en el pijo protagonista, quien sale peor parada, aunque la metáfora de la militancia de izquierdas encarnada en una invidente y su abnegado amigo parásito, que vive de los padres a sus casi cuarenta años, no es especialmente complaciente. Puede ser aventurado, pero Selfie, a la que muchos atacarán de forma inmisericorde, puede leerse como una relectura en clave contemporánea de las bases y presupuestos del esperpento valleinclanesco, que al decir del hispanista Anthony N. Zhareas, “no dimana sólo de motivos existencialistas de lo absurdo, ni de afanes estilísticos de lo grotesco, sino también (¡y sobre todo!) de una severa crítica social y de una profunda preocupación por la tragedia nacional”.