Hugo Morales (Valladolid)

Tras una intensa semana de cinefilia, nos despedíamos hace apenas unos días de la 69ª edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, en el que fue el segundo año del festival a cargo del renovado equipo de programación liderado por José Luis Cienfuegos. El certamen confirmó su apuesta por el cine de autor, con una heterogénea selección de más de 200 películas, entre largos y cortometrajes. Además de las secciones a competición, cabe destacar que el festival contó este año con Alemania como país invitado –de cuya filmografía se proyectó una selección de 17 títulos– y dedicó la retrospectiva de esta edición al cineasta americano Nathan Silver, que presentó en el certamen su última obra, Between the Temples. Ante esta variedad de alternativas y ávidos de cine, apurábamos los trayectos que nos trasladaban de las cómodas butacas del Teatro Carrión al microclima tórrido del Teatro Cervantes para alternar entre las diversas secciones, aunque sin poder completarlas en su conjunto, en un deambular entre propuestas de desbordada grandilocuencia y planteamientos minimalistas de ciencia ficción que fueron conformando interesantes diálogos, fricciones y puntos de unión entre películas de diferentes secciones y de latitudes alejadas.

Conexiones que permiten, por ejemplo, establecer un misterioso puente que enlaza las ciudades de Winnipeg y Ferrol, absolutas protagonistas de Universal Language y La Parra, dos films que reflexionan sobre la difuminación o la pérdida de la identidad a partir de su reflejo sobre los lugares que habitamos. Las cintas del winipegués Matthew Rankin y del ferrolano Alberto Gracia son dos odas a sus ciudades natales. Dos crónicas, sobre el retorno a los orígenes, repletas de una emotiva y pudorosa carga personal de tintes paternofiliales, que sus creadores han integrado de manera ingeniosa en el interior de estos fantasmales retratos sobre la desubicación y la alienación. En el caso de Universal Language, Rankin propone un retrato surrealista de Winnnipeg, en el cual sus ciudadanos protagonizan una comedia, dialogada en farsi, que encadena una sucesión de gags de humor absurdo hasta que en su último tercio el film transmuta para virar hacia otras tonalidades. En La Parra (galardonada con el Gran Premio de la Sección Alquimias), Alberto Gracia entrega una película que, a pesar de ser la menos experimental de su filmografía, evita la linealidad narrativa convencional y prefiere avanzar sin rumbo a base de superposiciones y flashes para conformar un alucinado y, por momentos, desencantado retrato de una ciudad repleta de fantasmas que amenazan con permanecer en ella indefinidamente.

De hecho, la noción de “vuelta a los orígenes” ha reaparecido en varias cintas a lo largo de todo el certamen. Lo ha hecho, por un lado, desde las tramas, a través de personajes que regresaban a sus pueblos o ciudades tras largos periodos de ausencia –MisericordiaBlack DogLa ParraUniversal LanguageYouth (Homecoming) pero también se ha indagado en esta idea desde planteamientos formales que transcendían lo meramente argumental. En este sentido, Caught by the Tides, la última película de Jia Zhang-ke, aúna ambas vertientes, ya que, además del episodio con el regreso de su protagonista a la ciudad minera de Datong, el film propone una reformulación de parte de la obra de Zhang-ke, tomando como base dos de sus películas más icónicas –Placeres desconocidos (2002) y Naturaleza muerta (2006)–. Caught by the Tides retoma a los personajes mediante el remontaje de escenas de las cintas originales e incluye imágenes inéditas grabadas durante la época de los rodajes en un remix de found footage, musicalizado con temas rock y pop, que resulta mucho más interesante cuando puede leerse como documental de la obra de Zhang-ke, o como homenaje a la irremplazable Zhao Tao, que cuando reemprende la ficción en un episodio postpandémico. Si Zhang-ke plantea una crónica sobre el paso del tiempo para reflexionar sobre los cambios y las transformaciones socioculturales de China, en el poético nuevo largometraje del vietnamita Trương Minh Quý, titulado Việt and Nam, la temporalidad queda diluida en un elíptico limbo a la par que en el relato se funden las heridas personales de dos jóvenes mineros, que ocultan su relación amorosa, con las cicatrices de la memoria histórica de Vietnam, en un onírico trayecto hacia las profundidades del pasado de su país.

Tras más de una década desde El muerto y ser feliz (2012), el esperado retorno al largometraje de Javier Rebollo con En la alcoba del sultán supone, en cierto grado, una metafórica excavación hacia los orígenes del cine para preguntarse por el alma de las imágenes y abrazar la candidez de las primigenias fantasmagorías de los pioneros del cinematógrafo. Inspirada libremente en la vida de Gabriel Veyre, operador de cámara de los hermanos Lumière, el film mezcla realidad y fantasía en su retrato de un inventor y operador de cámara que, a principios del siglo XX, acude al imaginario País de Nour con el objetivo de descubrirle los secretos del cinematógrafo al sultán del lugar. La propuesta de Rebollo es una de las más atrevidas, libres y extemporáneas de las vistas en todo el certamen. Este luminoso cuento sobre el poder de fabulación y la capacidad de resurrección del cinematógrafo recrea la esencia del cine de los orígenes a través de una puesta en escena que de tan diáfana parece ingrávida. A su vez, este dispositivo autoconsciente de su carácter ficcional está contrapunteado por documentos reales y fotografías de archivo de la época, así como por una superposición de narradores en off que expanden todo su entramado hacia las lindes de la leyenda. 

Es sorprendente lo estrechamente vinculas y la cantidad de nexos que entrelazan En la alcoba del sultán con Grand Tour, la obra que Miguel Gomes había presentado en el festival apenas cuatro días antes y que finalmente se alzó con el Premio al Mejor Montaje de la Sección Oficial. Tras el impasse por la reclusión pandémica en la que Gomes filmó Diarios de Otsoga (2021), el portugués pudo finalizar el rodaje de Grand Tour en lo que supone la cristalización de su vocación fabuladora y de su maestría como cuentacuentos de relatos expansivos que se proyectan hacia exóticos y lejanos paisajes pero que a su vez se repliegan sobre sí mismos como si estuvieran contenidos unos en otros. Gomes ya había demostrado anteriormente –en títulos como Tabú (2012) o en su cortometraje Redemption (2013)– su interés en dotar a las historias de un evocador fulgor a través de su personal y delicado modo de yuxtaponer la narración oral, mediante voces en off, con imágenes con las cuales dialogan desde una vibrante y épica distancia. En Grand Tour este diálogo se produce a tres bandas. Por una parte, desde una ficción, rodada íntegramente en decorados, que recorre las exóticas ciudades del sudeste asiático que atraviesa un funcionario del Imperio Británico llamado Edward (Gonçalo Waddington) mientras trata de huir de su prometida Molly (Crista Alfaiate), que avanza tras él, siempre unos pasos por detrás, en una desenfada trama persecutoria ubicada en 1917 y con ecos de screwball comedy. Esta afectada ficción, que no trata de ocultar su carácter de artificio, queda confrontada, de forma más poética que funcional, con imágenes documentales de la actualidad que muestran espectáculos, tradiciones y paisajes de los mismos lugares que la ficción recrea. Y, por último, a través de estas brechas entreabiertas entre el pasado y un tiempo indeterminado, así como entre la fábula y la realidad, una polifonía de voces en off de varios narradores y en diferentes idiomas proyectan la historia a una emocionante dimensión.

Si Gomes logra friccionar el documental y la ficción mediante el montaje, en la Sección Alquimias asistimos a un interesante debate, entre dos óperas primas españolas, sobre la posibilidad de hibridar de forma exitosa la ciencia ficción y el documental, en este caso, a través de la puesta escena y de la modulación del tono enunciativo. El cautivante debut de Anna Cornudella, The Human Hibernation, plantea un universo utópico en el cual los seres humanos requieren de la hibernación durante los meses de invierno. Cornudella establece una mirada antropológica que refuta el antropocentrismo a partir de una premisa de ciencia ficción pero con un tratamiento cercano al documental en su aproximación a la relación de los humanos con la naturaleza y con el resto de seres vivos. El resultado es un film de una fuerza visual apabullante, dotado de una gran precisión y síntesis narrativa, fundamentalmente en todo el tramo en el que prescinde por completo de los diálogos. Por otra parte, Cyborg Generation, la ópera prima de Miguel Morillo Vega, es un documental que resulta mucho más fascinante cuando se despliega como una sci-fi de serie B en el underground barcelonés que cuando se acomoda en registros más atormentados e intimistas.

La conexión entre Long Island y Nueva Inglaterra se estable a través del mood que comparten dos representantes del nuevo indie americano que, a pesar de su juventud, hacen sobrevolar un extraño espíritu melancólico sobre sus obras. Tyler Taormina y Carson Lund son amigos y cofundadores de la productora Omnes Films, además de colaborar entre ellos en sus respectivos proyectos. Christmas Eve in Miller´s Point, la película presentada por Taormina en la Sección Oficial, es un melancólico y atemporal cuento de Navidad que retoma el interés del cineasta por los retratos corales de fin de época en el seno de pequeñas comunidades o de núcleos familiares, en este caso la cena de Navidad de la familia Balsano. Como en su ópera prima, la magnífica Ham on Rye (2019), la propuesta transpira una exultante mitificación de la infancia y la adolescencia, cuya naturaleza Taormina parece querer conservar encapsulada. En Christmas Eve… es interesante el uso de la banda sonora, repleta de canciones de los años 50s y 60s, a modo de bálsamo protector de las esencias de esta época vital. Carson Lund, por su parte, presentó en Punto de Encuentro su sorprendente debut Eephus, otra cinta embebida de una dulce melancolía que, tomando como excusa el último partido de beisbol que se disputa en un vetusto estadio de Nueva Inglaterra, plantea una historia crepuscular henchida por la pulsión de tratar de detener el tiempo. Con similares intenciones a las del film de Taormina, Eephus pretende conservar, de este modo, los vínculos y los rituales de una pequeña comunidad. La ópera prima de Lund armoniza humor y dosis de emotividad en una obra que parece más propia de un veterano director que de un debutante.

Retratos de comunidades, relaciones intergeneracionales y maternofiliales o regresos a los orígenes son los temas que han reaparecido en varias de las tramas a lo largo del festival. Más allá de estas líneas temáticas, han abundado en el conjunto de la programación propuestas que a nivel formal han ofrecido un carácter mutable, films que se transformaban a medida que avanzaban o que parecían buscar un reajuste sobre lo preestablecido por ellos mismos anteriormente para acabar extraviándose en la búsqueda. Otros, en cambio, contenían tal combinación de registros contrapuestos que parecía imposible que pudieran sostenerse, pero finalmente salían airosos del trance con un lúcido y original ejercicio de funambulismo.

Así, en The Brutalist, de Brady Corbet, nos preguntamos cómo una obra que empieza con un antológico plano secuencia, que plantea precisamente una reflexión sobre la ambigüedad, puede acabar perpetrando con tal tosquedad la corporeización de una metáfora. ¿O hasta qué punto es intencionado el descojuntado amontonamiento de temas e ideas del serpenteante film de Yeo Siew Hua, Stranger Eyes (Espiga de Plata, ex aqueo)? Un film estructurado en base a varias capas temáticas -de la videovigilancia en las grandes ciudades a las relaciones paternofiliales- que se despliegan atropelladamente a medida que avanza el metraje. Aunque menos planificada y con resultados más livianos, Una película inacabada, propuesta que el cineasta chino Lou Ye presentó en la Sección Alquimias, es otra obra de estructura zigzagueante, que aborda la digitalización de las relaciones interpersonales y la omnipresencia de pantallas en nuestras vidas, y que metamorfosea de género varias veces bajo la máxima de seguir rodando por el placer que supone en sí mismo, a pesar de los pandémicos condicionantes externos que puedan irrumpir en pleno rodaje. También cambia de registro la película de Guan Hu, Black Dog (Mejor Fotografía y Mejor Dirección), ya que en un primer momento amaga con ser un seco y lacónico western, rodado en el desierto del Gobi, dotado de una virtuosa y milimétrica composición de sus planos para en su tramo final relajar el rigor narrativo y endulzar el tono.

Si hubiese que destacar una cinta por su ingenioso equilibrio de apariencias, capaz de simular ser un thriller que apunta a la tragedia mientras ya está virando hacia una divertida y desprejuiciada comedia, esa sería Misericordia, el film de Alain Guiraudie que se alzó con el Premio al Mejor Guion, además de obtener la Espiga de Oro del festival. La película es una danza de deseos y pasiones cruzadas a raíz del regreso a su pueblo natal, con motivo de un funeral, del personaje principal, Jérémie. A pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, el film evita el costumbrismo rural para desviarse hacia una comedia de humor negro que incorpora una ácida crítica a cualquier enjuiciamiento moral sobre el deseo. Guiraudie retoma los temas que pivotan en buena parte de su filmografía, como la reflexión sobre el deseo como fuerza irrefrenable, capaz de arrollar cualquier convención social o pragmatismo amoroso, idea que ya era el eje de sus primeros mediometrajes (Ce vieux rêve qui bouge, 2001), y en Misericordia se eleva incluso como pulsión redentora de los pecados.

Polvo serán (Espiga de Plata, ex aequo) es la otra película presente en la Sección Oficial, junto con Misericordia, que evita tomar los senderos formales más trillados y apuesta por una arriesgada mezcla de energías y tonalidades muy dispares, a pesar del riesgo que esto puede implicar. Lejos de desbaratar el conjunto con disonancias difíciles de encajar, el funambulista guion a cargo de Clara Roquet, Coral Cruz y del director Carlos Marques-Marcet supone un sorprendente viraje estilístico en la carrera del cineasta barcelonés, tras varios trabajos más asentados en el costumbrismo y con guiones más ceñidos a cierta secuencialidad y transparencia, que evitaban que el espectador pudiera perderse y que detallaban de forma meticulosa y diáfana las fases de un proceso, ya fuera de una relación a distancia como en 10.000 km (2014) o de un embarazado no esperado en Los días que vendrán (2019). Polvo serán no deja de ser un retrato de otro proceso, aunque tratado desde el desvarío y la temeridad formal, debido a su hibridación en el tono y por su atrevimiento en contraponer registros al convertir en un musical una historia sobre el suicidio asistido. Para consumar sus propósitos, Marques-Marcet cuenta con las colaboraciones de la cantante y compositora Maria Arnal, con la compañía de danza contemporánea La Veronal y, sobre todo, con la hipnótica interpretación de Ángela Molina, en el rol de Claudia, un papel que parece escrito e interpretado para boicotear el posible espíritu trágico de cada escena en la que participa, como si el personaje fuera consciente de formar parte de una ficción y su registro fuese contrario al del resto del elenco para potenciar este choque.

También supone un cambio de registro Salve Maria, en la que Mar Coll ofrece una descarnada aproximación a la maternidad –uno de los temas recurrentes de esta Seminci– en un thriller de terror psicológico que aprieta todos los resortes posibles para entregarse con deleite al cine de género. El guion coescrito por Valentina Viso y Coll –en su adaptación de la novela, Las madres no, de Katixa Agirre– contiene varias capas temáticas que sumergen la trama en una obsesiva inmersión en los miedos ocultos y los deseos inconfesables de la experiencia maternal. Junto a su frenético guion, que construye una espiral pesadillesca de resonancias polanskianas, otros ingredientes que decantan la propuesta hacia los extremos del género son su arrebatada banda sonora, compuesta por Zeltia Montes e interpretada por la Orquesta Sinfónica y Coro de Budapest, y la magistral interpretación de Laura Weissmahr (Premio a la Mejor Actriz) en su rol de María, una madre desbordada de rostro descompuesto y ojeroso. Precisamente, quizá la única renuncia del film al desbordamiento absoluto por el terror sea no haber cerrado en seco tras ese primer plano demoledor de los ojos de María rompiendo a llorar.