Víctor Esquirol (Huelva)

La 47ª edición del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva se cerró el pasado viernes 19 de noviembre con un palmarés en el que, a través de algunos de sus principales galardones, se ha dibujado un panorama de luces y sombras en el que mandó la escala humana marcada por el seguimiento singular de los protagonistas de varias películas. Así sucedió con Bandido, de Luciano Juncos (Premio Especial del Jurado), y La civil, de Teodora Mihai (Colón de Plata a la Mejor Interpretación para Arcelia Ramírez).

Empezando por el final, la angustiosa trama de La civil nos lleva al norte de México, más específicamente a una región donde el Estado, superado por el poder de las bandas criminales, es poco más que un inútil recordatorio del país donde nos encontramos. Casi lo mismo que emitir un grito de socorro y encontrar que la única respuesta es una bandera (nacional) ondeando al viento. El film de Mihai es un claro exponente de cine de la crueldad, básicamente porque surge de una realidad cruel, la misma de la que, por ejemplo, surgió Heli, de Amat Escalante. Allí, los parajes áridos dibujan un ecosistema de extremos, en el que las fuerzas del caos se confunden con las del orden por la brutalidad con la que imponen su voluntad. El desamparo se impone como una terrible normalidad: la población civil (es decir, los que quedan al margen del privilegio del uso de la violencia) es dejada de la mano de Dios.

La película empieza con la presentación del personaje central de esta historia, una madre que podría estar pasando los últimos momentos en compañía de su hija. Sin previo aviso, esta última desaparece, y como nadie parece estar capacitado o interesado en encontrarla, a la progenitora no le queda otra que arrastrar la condición de “madre coraje”. A partir de aquí, La civil adopta mecanismos de thriller criminal y, poco después, del cine de justicieros. Arcelia Ramírez responde con inquebrantable firmeza ante el reto actoral que le lanza Teodora Mihai: durante las dos horas de metraje, le corresponde a ella llevar, en prácticamente cada imagen, el peso de un drama (social e íntimo) que golpea como una tragedia insoportable.

“Bandido” de Luciano Juncos.

En el desierto moral dejado por un patriarcado que ha fracasado a todos los niveles, solo queda la opción de llevar una doble vida terrorífica: de día detective, de noche “vigilante” enmascarada que responde a la violencia sufrida con más violencia. La ley del talión como escalofriante recordatorio de que la monstruosidad genera más monstruos: unos lo llaman “hacerse fuerte”, pero en el universo que retrata La civil solo hay una pérdida abismal de la humanidad. Por suerte, desde la otra punta del continente, es decir, en Argentina, se vuelve a ver la luz. Y esto que Bandido, de Luciano Juncos, es una película que lo tiene todo para seguir buceando por los oscuros caminos de la miseria. La historia plasma la etapa crepuscular de un cantante peleado con el mundo: con su representante, con parte de su familia, con su pasado, incluso con su propio arte. La primera escena de Bandido consiste en la filmación de una desalmada actuación del pobre diablo. Unos primerísimos planos revelan que la letra de la canción ha perdido todo su sentido. Es el rostro de un músico que ya no sabe dónde está. De fondo, se oye el clamor de las masas, de un público al que nunca alcanzamos a ver: la desconexión con el mundo es total.

Pero hay más. Justo cuando en el fuero interior del protagonista empieza a gestarse la posibilidad de apartarse de los escenarios (pues como sucedía en 9, de Martín Barrenechea y Nicolás Branca, otro “greatest hit” de este festival, seguimos a un hombre definido por una profesión convertida en maldición), el protagonista sufre un accidente que le lleva a tocar fondo. Un atraco a altas horas de la madrugada, un robo violento que le deja sin nada, en medio de la nada. Y allí, justo en el peor momento, es cuando Bandido despliega sus cálidas y luminosas intenciones. Está todo dispuesto para que la vida aseste el golpe de gracia a un veterano que, además, ya no parece demasiado interesado en defenderse. Pero no, cuando el conflicto llama a la puerta de Bandido, la película se decanta por la hermandad, la solidaridad, la reconciliación. En este sentido, la camaradería, complicidad y química desbordantes con las que el actor Osvaldo Laport se relaciona con sus compañeros de viaje encarna a la perfección las virtudes de un film capaz de convertir el patetismo de la pataleta quejosa en la dignidad que emana de la canción protesta.

Los pesares íntimos (o más bien egocéntricos) terminan encontrando el orgullo del drama social. Bandido se mueve constantemente por los territorios de la feel good movie y el crowd-pleaser, pero recordemos, la cámara empieza la aventura sin enfocar al público. Y así se comporta la película, con la autenticidad o directamente pureza de quien conecta con la audiencia sin necesidad de comprobar si esta reacciona o no a los guiños que se le van mandando. En un mundo donde muy fácilmente puede imponerse el cansancio y el desencanto, Luciano Juncos demuestra una fe absoluta en la bondad y la empatía como salvación tanto del individuo como del colectivo.