Página web del Festival Internacional de Cine de Gijón (17-25 noviembre).

GOOD LUCK. Ben Russell. 143 minutos. Francia, Alemania (2017). Competición Internacional Rellumes.

Ben Russell ha pasado los últimos veinte años de su vida en Surinam, componiendo estudios sobre las ocupaciones cotidianas, leyendas populares, rituales y demás actividades que definen la esencia del país sudamericano. El cineasta estadounidense es conocido por su faceta de rastreador etnográfico, pero también por las súbitas dosis de psicodelia que añade a su realismo documental. En la competición del Festival de Locarno de este año, Russell estrenó la versión de cinematográfica de la videoinstalación Good Luck, mostrada en la pasada documenta14. A la pregunta de qué fue primero, el huevo o la gallina, es decir la película o la instalación multipantalla, Russell apuntó a la segunda, lo que parece lógico visto el frío y matemático montaje de su nuevo largometraje.

Además de aportar un sobresaliente estudio sobre la minería en nuestros tiempos, la versión cinematográfica de Good Luck funciona como un experimento temporal. En palabras de Russell: “La vida se reduce a tiempo y espacio. Por eso, en cada una de las dos formas de la misma obra he priorizado una dimensión por encima de la otra. En la videoinstalación me dediqué a pensar el espacio (…). En cambio, en la película he intentado que el espectador viaje por distintos tiempos sin moverse de su butaca”. Este insólito largometraje está divido en dos bloques que nos sitúan en los dos lugares retratados: una mina de extracción de cobre en Serbia y otra de oro en Surinam. Dos espacios examinados a lo largo de tres tiempos: la dura jornada laboral del minero, el tiempo de recreo, y un exquisito tercer tiempo donde los mineros son filmados como en los screen test de Andy Warhol. La versión cinematográfica de Good Luck es un sobresaliente ensayo sobre la dilatación temporal, aplicada a la observación del trabajo minero. Carlota Moseguí

WESTERN. Valeska Grisebach. 119 minutos. Alemani, Bulgaria, Austria (2017). Con Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Syuleyman Alilov Letifov. Sección Esbilla.

En el año 2006, Sehnsucht, de la realizadora alemana Valeska Grisebach, deslumbró a un buen número de cinéfilos con su disección naturalista de los arquetipos del drama sentimental: el hombre común trastornado por el deseo, la esposa devota, una femme fatale de carne y hueso. Once años después, Grisebach se ratifica como una cineasta sabia y discreta con un film cuyo título no tiene nada de irónico: Western es un western de pies a cabeza, con llanero solitario, caballos, forajidos, duelos, salones de bebida y juego, villanos de altura, doncellas enamoradizas y amistades irrompibles. La gran diferencia con los westerns de Hollywood es que aquí la acción transcurre cerca de la frontera entre Bulgaria y Grecia. Allí, unos obreros alemanes intentan poner en marcha una planta hidráulica mientras lidian con las dificultades para comunicarse con los habitantes de la despoblada región. De entre el grupo, emerge una figura extraordinaria: un héroe sin nombre, una figura lacónica, de andares arrastrados y misterioso pasado, un posible hijo bastardo del Viggo Mortensen de Una historia de violencia y del James Stewart de los westerns itinerantes de Anthony Mann.

Grisebach no pierde la oportunidad de abordar la conflictiva realidad socioeconómica de la región, a la manera de Toni Erdmann (Maren Ade figura como productora del film). Los búlgaros muestran una fuerte suspicacia ante los “ocupantes” alemanes: dependiendo de la perspectiva, unos y otros se reparten los roles de cowboys e indios (el diálogo entre lo civilizado y lo salvaje conforma uno de los pilares temáticos del film). En una escena perturbadora, los alemanes se vanaglorian de “estar de vuelta… Y sólo nos ha llevado 70 años”. Sin embargo, más allá del contexto geopolítico, el corazón de Western se halla en la dimensión intemporal, casi mítica, de unos personajes tocados por interrogantes existenciales, encrucijadas morales y obstáculos sentimentales. Partiendo del cine de género, Grisebach va revelando, progresivamente, una pulsión observacional y enigmática que destapa un torrente de modernidad. Así, por un lado, Western se apoya en la concreción de los gestos y las acciones. Pero, por el otro, la película presenta una cara abstracta que apunta, sin mayores aspavientos, hacia los enigmas fundamentales de la vida social y de la existencia. La discreta conquista de ese espacio de reflexión termina siendo el triunfo de esta película mayor. Manu Yáñez

STRANGE BIRDS (DRÔLES D’AISEAUX). Elise Girard. 70 minutos. Francia (2016). Con Lolita Chammah, Jean Sorel, Virginie Ledoyen. Competición Internacional Rellumes.

Mavie tiene 27 años y recién llega a Paris; Georges tiene 76 y parece estar de vuelta de todo. Pero nada impedirá que la relación amorosa vaya creciendo de manera tan extraña como esas gaviotas que no dejan de caer desde el cielo, pesada e inesperadamente. Amour fou y mirada tan amorosa como excéntrica sobre el mundo y las medidas de acción directa con voluntad revolucionaria, no tardamos en descubrir que la misantropía de Georges se relaciona con un pasado (¿un presente?) ligado con algún tipo de actividad terrorista. Después de todo esa librería en la que trabaja (y en la que la presencia de algún cliente no hace sino incomodar) y en la que contrata a Mavie (sí “mi vida” en francés, única posible concesión a la tentación metafórica o demagógica) parece más que todo la locación ideal para que el amor germine. El interés por los libros y la mirada ácida sobre la actualidad corren los límites del humor hasta llegar al sinsentido, por más que la típica relación de atracción frente a ese personaje tan raro y malhumorado como encantador sea el eje de esta amorosa comedia. Fernando E. Juan Lima

A FABRICA DE NADA. Pedro Pinho. 177 minutos. Portugal (2017). Con José Smith Vargas, Carla Galvão, Njamy Sebastião. Sección Esbilla

Producida por la compañía portuguesa Terratreme –que trabaja en el marco del pensamiento colectivo, persiguiendo la acción artística como herramienta de intervención en el mundo–, A Fabrica de Nada pone la cámara al servicio de conceptos que hoy parecen desterrados del debate público (de forma muy intencionada): la solidaridad, el trabajo en grupo y la conciencia de clase. Y lo hace sin un ánimo de nostalgia de los movimientos revolucionarios pretéritos, sino tratando de actualizar el debate sobre las condiciones de trabajo, producción y explotación que ha ido estableciendo el capitalismo contemporáneo. En el film, cuando los trabajadores de una fábrica descubren por azar que sus patrones la están vaciando en secreto, estos deciden permanecer en sus puestos de trabajo, latentes, a la espera, en defensa de su futuro. “La crisis presente, permanente y unilateral ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin”, afirma una voz en off. Así, tomando citas sacadas del presente, de los medios, se elabora un retrato casi documental de ese estado de las cosas que ha convertido la crisis en el paisaje común y cotidiano, y la degradación de las condiciones de vida en el único de los horizontes posibles.

En diálogo con esos extractos de realidad, están los tiempos muertos de los trabajadores, un tiempo dilatado que convierte la aparente inacción en una acción cargada de sentido político: la espera deviene una reivindicación de unos cuerpos y unas vidas que solo cobran sentido en común: fabricar nada, pero fabricarlo unidos. A Fabrica de Nada es precisa en su descripción también de las estrategias del capital para acabar con la resistencia: convertir la posibilidad del triunfo, o del fracaso, en una cuestión individual, cargando la responsabilidad en los damnificados, a quienes se les trata de dividir del colectivo para debilitarlos. Es justa, además, en el retrato de los trabajadores, filmados con la cercanía de un primer plano que les dignifica y les resalta, y con la entereza de unos planos generales que les respeta en su integridad física y moral. Y precisa también, pero no ingenua, en la única posible actitud frente a esas estrategias del mal: el colectivo y la alegría. Las dos unidas. “Mundo, nos hiciste tanto daño, pero te amamos tanto”, afirma hacia el final uno de los protagonistas. Gonzalo de Pedro Amatria

THE FIRST LAP (CHO-HAENG). Kim Dae-hwan. 100 minutos. Corea del Sur (2017). Con Cho Hyun-Chul, Kim Sae-byeok. Competición Internacional Rellumes.

En su segundo largometraje tras la premiada End of Winter, Kim Dae-hwan narra la historia de una pareja que lleva siete años junta. La relación entre Su-hyeon, profesor de arte en un instituto privado; y Ji-young, empleada contratada en una pequeña empresa, se pone a prueba cuando ella sufre un retraso importante y podría estar embarazada, y todavía más cuando deben viajar para enfrentar distintos encuentros con familiares de ambos. La película describe con rigor, sin concesiones, el grado de incertidumbre, desconcierto e incomodidad de los jóvenes coreanos de hoy, la crisis social que los rodea, cierta crueldad que se expresa en las diferencias generacionales y las dificultades para consolidarse en el paso a la adultez y esa nueva etapa llamada madurez. Aunque más prolija y contenida, los largos planos secuencia de los personajes comiendo, bebiendo y charlando remiten de forma inevitable al cine del maestro Hong Sang-soo. Diego Batlle

COCOTE. Nelson Carlo de los Santos Arias. 72 minutos. Argentina, Alemania, República Dominicana (2017). Con Vicente Santos, Yuberbi de la Rosa, Enerolisa Núñez. Sección Llendes.

Coproducida por compañías alemanas, qataríes y argentinas, Cocote demuestra no solo el talento sin par (parte intuitivo, parte cerebral) para la puesta en escena de su director, sino también la posibilidad de acercarse a los temas del cine latinoamericano –religión, violencia, diferencias de clase– sin caer en estereotipos, subrayados ni pintorequismos. Cocote es una película de mixturas: visuales (fílmico y digital, color y blanco y negro, múltiples texturas y formatos), formales (ascéticos planos fijos y coreográficos planos secuencia), sociales (comienza y termina en la piscina y jardines de una mansión, mientras que el corazón del relato está ambientado en un más que humilde pueblo costero del sur), étnicas (la cultura blanca y la cultura negra) y religiosas (lo católico, lo evangélico y el sincretismo). Con todos esos elementos, contradicciones y matices Nelson Carlo de los Santos Arias construye un film de espíritu tragicómico que aborda problemáticas extremas sin caer en la solemnidad e incluso con sorprendentes dosis de humor negro y absurdo.

La trama principal tiene que ver con el regreso de Alberto (Vicente Santos), jardinero evangelista que trabaja para una familia acomodada de Santo Domingo, al pueblo natal, donde su padre acaba de ser degollado y las mujeres de su familia le exigen venganza mientras se ve forzado a participar de una serie de rituales que remiten a la cultura afroamericana. La película de la sensación por momentos de ser un poco caótica, pero la acumulación de ceremonias religiosas y la interacción entre los diversos personajes, acaba construyendo un universo tan desconocido (para nosotros) como fascinante, envolvente y seductor. Si el año pasado el cine boliviano fue la revelación del Festival de Locarno con Viejo Calavera de Kiro Russo, este parece ser el de la República Dominicana. Diego Batlle

BAJO LA PIEL DEL LOBO. Samu Fuentes. España (2017). Con Mario Casas, Irene Escolar, Ruth Díaz. Sección Esbilla.

Uno de los mejores detalles de Zidane, un portrait du 21e siècle, aquel fascinante documento de Douglas Gordon y Philippe Parreno, es la captura de los sonidos que el actual entrenador del Real Madrid emite cuando está en el campo. Hay algo animal. Como si en vez de correr, Zidane avanzase al galope. En Bajo la piel de lobo de Samu Fuentes, Martín, el personaje que encarna Mario Casas, también hace ruidos: cuando come, cuando tala leña, cuando carga peso. En fin, cuando vive. De hecho, se trata de un cazador que vive rodeado de fauna en lo alto de un monte, alejado de la civilización. Esta vida aislada se ve trastocada cuando alguien le plantea al protagonista que, si no quiere un perro, quizá pueda conseguir una mujer. Así, el relato, como en el caso de algunas de las películas de Don Siegel, se construirse mediante las acciones y no sobre las palabras. Esto, sin embargo, funciona en la teoría, pero no en la práctica: Bajo la piel de lobo termina narrando dos de sus momentos más dramáticos a través del diálogo y su tragedia se diluye en un minimalismo exacerbado.

Por todo esto, sería fácil que los actores palideciesen como la nieve del paisaje en el que se encuentran. A menos que estos sean actores con una fuerte presencia. Es el caso de Mario Casas, a quien siempre se le ha dado mejor estar que hablar y que es tan capaz de reivindicarse en la comedia a las órdenes de Álex de la Iglesia como de encarnar a un hombre salvaje y ensimismado. Es el caso, también, de Ruth Díaz, que se basta con la gestualidad para encontrar el poso trágico de su personaje, amante de Martín y primera compañera de este. El plano de los dedos de Martín levantando la capa de piel que cubre a un lobo dice algo sobre el personaje, pero se trata de una acción fugaz. Los gestos de Martín terminan siendo circunstanciales, cuando deberían estar cargados de sentido. Violeta Kovacsics