Júlia Gaitano (Festival de Sitges)

Presentada en la pasada edición del Festival de Cannes, en la sección Un Certain Regard, Nina Wu de Midi Z –cineasta de origen birmano nacionalizado taiwanés– narra la historia de una actriz sin éxito, la Nina del título, que, afincada en Taipei, vive de interpretar papeles irrelevantes en cortometrajes y anuncios publicitarios. Cuando su agente le ofrece un papel importante en un film de espías, ella abre un nuevo capítulo en su vida, un ascenso profesional por el que, como ocurre con todo en este mundo abusivo, deberá pagar un precio. Lo nuevo del director de The Road to Mandalay y Ice Poison refleja una faceta del oficio de la actriz que dialoga de forma clara con el contexto sociopolítico que retrata el film. Abordando ámbitos como los de la sexualidad y la represión, la tradición y la familia, lo cosmopolita y lo local, el discurso trazado por la película resulta evidente. También es innegable la huella del #MeToo en su argumento. Fuera de la pantalla, con el hashtag situado en primera plana, cada vez son más mujeres las que alzan sus voces contra los métodos de un sistema denigrante. El caso de las actrices ha sido, desde que empezó esta necesaria revuelta, especialmente sangrante, sobre todo cuando se hace evidente el perjuicio que pueden suponer estas denuncias para las cuidadas trayectorias profesionales de las agredidas. El film de Midi Z bebe de esta dicotomía entre apariencias y esencia, tan contradictoria y cruel.

El director y guionista realiza un muy buen trabajo, conjuntamente con la actriz protagonista y también co-guionista Ke-Xi Wu, al construir esa jaula emocional que encierra a Nina en su propia psique, que no deja de ser la de una mujer abrumada. Arrancamos junto a ella en el borde exterior de un laberinto psicológico. La estilizada fotografía de Florian Zinke, que en ocasiones remite a los imaginarios visuales de Nicolas Winding Refn o Gaspar Noé, sirve de contrapeso para el tortuoso desarrollo de una narración que se va oscureciendo de forma progresiva. A medida que vamos cruzando sus pasadizos, acercándonos al centro (la fuente dramática del relato), la propia estructura del film parece desvanecerse. Las diferentes capas de ficción que maneja Midi Z –se juega de forma metalingüística con la idea del film dentro del film– se van revelando indisociables.

“¡No quieren solo mi cuerpo, también quieren mi alma!”, exclama la protagonista en la línea de diálogo que debe practicar una y otra vez para el film (dentro del film). A lo largo de Nina Wu se hace evidente que aquellos a los que se refiere Nina con su “ficcional” grito de auxilio (un agente propenso al chantaje emocional, un director abusivo, un productor todopoderoso, y también un empleado descontento) ya han conseguido arrebatarle las dos cosas, tanto su cuerpo como su alma, quebrados y atormentados por un cúmulo de experiencias indigeribles. Por desgracia, el film abandona por momentos la sugerencia y la reserva dramática en pos de la obviedad, especialmente a medida que avanza la trama y se introduce un personaje que expone todo el conflicto. Sin embargo, al mantener a Nina como centro neurálgico de la historia –suyo es el punto de vista del film en todo momento–, no se llega a cruzar la fina línea que separa el subrayado de la recreación en la sordidez. Cuando la película nos enfrenta a la violencia o el ensañamiento, nunca perdemos una cierta distancia crítica, se nos invita a conservar una visión moral del ultraje, a reconocer el límite entre exposición y espectáculo indecente.

También desde Cannes, pero en este caso desde su Quincena de Realizadores, llegó el nuevo film de Robert Eggers, El faro (The Lighthouse). Tras La bruja, su aclamadísimo debut, que ya quedaba anclado en el género del terror psicológico y atmosférico, el cineasta norteamericano nos presenta una nueva fantasía que compagina un cierto minimalismo narrativo con un maximalismo expresivo que se propaga por el rimbombante trabajo actoral, la tensa dramaturgia, el denso diseño sonoro y una desaturada paleta tenebrista. En esta ocasión, el protagonismo es compartido por dos grandes nombres de la interpretación actual: por un lado, el ya veterano Willem Dafoe, que da aliento a un personaje arquetípico y excesivo, con el que explora la faceta más sombría de la naturaleza humana; por otro lado, un Robert Pattinson que lleva más de un lustro reclamando una relectura de su figura actoral, abandonando la inexpresividad de sus inicios para adentrarse en los mundos más inciertos y exigentes de cineastas como David Cronenberg, James Gray, Claire Denis o los hermanos Safdie. En lo que al final no deja de ser una transposición cinematográfica de los esquemas de la música de cámara, Dafoe y Pattinson participan en un atronador y majestuoso viaje emocional sin abandonar un reducido islote que alberga el faro del título.

El duelo está servido desde la premisa inicial: la pareja debe convivir cuatro semanas aislada de todo contacto humano, a merced de fuertes temporales y de la durísima labor de farero. El más experimentado, Thomas Wake (Dafoe) –una relectura pintoresca y enigmática de la figura del viejo lobo de mar, surgida de la pluma de Herman Melville–, se reserva un lugar privilegiado, en lo alto del faro, cuidando de la luz durante la indescifrable noche. El aprendiz, Ephraim Winslow (Pattinson), más hermético y cauteloso, queda al cargo de los desagradecidos trabajos de mantenimiento. Eggers apuesta por un expresionista blanco y negro en formato prácticamente cuadrado para encerrar a los personajes en esa áspera geografía, que se irá cargando de humedad y tirantez. Surgirán roces, tanto en forma de enfrentamientos físicos como de escupitajos verborreicos, entremezclados con desubicados arranques afectivos y, hasta cierto punto, humorísticos.

Aunque El faro (The Lighthouse) aparece guiada por un verista ejercicio de recreación histórica, un interés sociológico y un compromiso con el trasfondo psicológico de los personajes –la aparición de sus traumas compartirá relevancia con su “miedo a Dios”–, el film de Eggers, marcado por el control milimétrico de cada pequeño detalle, está lejos de ser un trabajo de corte realista. El mundo de lo onírico, contaminado por añejas historias del mar, mitologías ocultas y fantasías eróticas orientales provenientes del tentacular mundo del ukiyo-e, entra con fuerza en el universo privado de los dos hombres, enturbiando sus mentes. Desatando esas dos fuerzas de la naturaleza que son Willem Dafoe y Robert Pattinson –que aquí combaten en un juego de poder de carácter circular–, The Lighthouse consigue poner en crisis un imaginario masculino tradicionalista, aferrado a la autosuficiencia y el autoritarismo.