Manu Yáñez

Concebida como una fábula macabra sobre el destino de una Europa consumida por la xenofobia, Caina, ópera prima del italiano Stefano Amatucci, pertenece a esa estirpe de películas que nos confrontan con la cara más siniestra de la naturaleza humana. La furia con la que Caina nos sumerge en la psique de una criatura amoral, consumida por el odio –una despiadada cazarrecompensas dispuesta a sacar provecho del drama de la inmigración en Italia–, nos sitúa en unas coordenadas expresivas similares a las de Solo contra todos de Gaspar Noé, otro provocador exorcismo de los males de una Europa devastada por el resentimiento, la ignorancia y el fantasma del fascismo. Como en la película de Noé, Amatucci abre en canal a su protagonista, en este caso una mujer, a través de una martilleante voz en off que hace del exabrupto ofensivo, en este caso racista, su razón de ser. Sin embargo, a diferencia del feísmo y ordinariez del film de Noé –o de las películas de Pablo Larraín, con quién también se podría vincular a Amatucci–, Caina surge tocada por una pulsión literaria, incluso poética, que amplía, en toda su crudeza, el horizonte expresivo del film.

En uno de los hallazgos alegóricos de la película, la voz de la protagonista perfila una idea tremebunda: la posibilidad de que los cuerpos de inmigrantes africanos muertos sirvan de materia prima para levantar los muros de una Europa corrupta. Es una lástima que Amatucci caiga en una cierta vulgaridad a la hora de poner en imágenes esta hipótesis siniestra (los fantasmas de los inmigrantes se convierten en una suerte de horda zombi), pero la poderosa presencia del texto, acompañada del sensacional trabajo actoral de Luisa Amatucci –una suerte de Anna Magniani en versión demoníaca–, hacen de Caina una experiencia tan sórdida como esporádicamente fascinante.

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Basada en una novela de Davide Morganti, que llevó al teatro el propio Amatucci, Caina neutraliza con su apuesta impura, abiertamente teatral, algunos de los males de cierto cine social europeo, que utiliza el costumbrismo (de la acción) y el naturalismo (de las interpretaciones) para elaborar un cine de la corrección: panfletos para convencidos. Decantándose por un cine de la confrontación con el espectador, Amatucci deja a un lado la denuncia de la hipocresía social para atacar de forma directa, frontal, la intolerancia de una Europa provinciana y fraudulenta. Y lo hace inventando una realidad (no tan lejana a la nuestra) en la que los cuerpos de los inmigrantes fallecidos en su intento por alcanzar la costa italiana se convierten en presas de mafias que sirven a intereses gubernamentales.

A partir de un momento determinado, la película se concentra en la truculenta relación entre la antiheroína y un joven inmigrante que decide colaborar con ella empujado por el instinto de supervivencia. Un vínculo que desata un sugerente psicodrama basado en el poder y la sumisión, y que contiene ecos de La muerte y la doncella de Dorfman/Polanski. La tentación de un final conciliador planea sobre el relato, pero Morganti y Amatucci consiguen esquivar la redención de la protagonista sin negarle un halo de humanidad. En la presentación del film en el Festival REC de Tarragona, Amatucci desveló que el título de la película hace referencia al primer círculo del infierno de Dante: un guiño literario que pone de manifiesto la ambición de una película que, con sus desajustes y limitaciones, logra evocar el imaginario desquiciado de ese tótem llamado Saló, o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini.