Víctor Esquirol (Pamplona, Festival Punto de Vista)

Un hombre de pelo blanco, posado serio y aire extraño mira a la cámara de frente. Ésta le aguanta la mirada, en lo que parece ser un concurso para ver quién ríe antes. Pero corre el tiempo y aquí no pasa nada. Corte. El protagonista de la función se encuentra ahora en su casa. Se acaba de levantar y procede a ejecutar, de forma perezosa, las rutinas matutinas de la mayoría de seres humanos. Se ducha, se afeita la barba y desayuna mientras lee un libro que nosotros, espectadores, no alcanzamos a ver. Esta última actividad se intuye enriquecedora para el objeto de estudio, pero para nada lo es para el observador. Así se presenta Karl’s Perfect Day, del artista multidisciplinar Rirkrit Tiravanija, un documental de naturaleza poliédrica que con cada nueva escena se confirma, más y más, como una suerte de ensoñación. El director pasa de observar a crear, materializando una serie de anhelos (más o menos realizables) que se originan en la mente del poeta sueco Karl Holmqvist. Retomamos la acción (por así llamarla) y, sorpresa, ésta se anima. El hombre deja el libro y se pone a compartir: Pulsa un botón de su ordenador y empieza a sonar Oceans, de Jay-Z, canción cuyo ritmo se contagia en su cuerpo.

El protagonista abandona el hogar y se pone a pedalear en una agradable, colorida y soleada mañana berlinesa. Broma meteorológica que, para los que nunca han estado ahí, emana de la ciudad más gris del planeta. Guiño de consumo mayormente interno, que de algún modo, insinúa lo que está por llegar. Esto es, una serie de encuentros más o menos improbables, desde una chaqueta y unos zapatos a medida tirados por la calle, hasta un joven y apuesto teutón, vía de escape del entorno urbano, llave de entrada hacia un paraje bucólico donde satisfacer los deseos amorosos del protagonista.

A éste y a su nuevo acompañante les sobran palabras, pues se comunican a través de diálogos ininteligibles pero del todo comprensibles. Expresión no naïf, sino pura, de una serie de sentimientos que, por mucho que las apariencias insinúen lo contrario, se mueven en niveles muy comprensibles. Mientras, el documental (?) persiste en su objetivo: adentrarse en la cabeza de Holmqvist. Lo logra transmitiendo el miedo a la pared blanca. A unos muros que, en vez de contener, se convierten en el soporte perfecto para una poesía libre de rimas, formas y respeto para el público. Y así culmina el viaje, con un número musical que hubiera enorgullecido al mismísimo Frank Zappa, y que se extiende hasta los títulos de crédito finales. Corte, uno más, y volvemos a la casilla de inicio. El hombre sigue perdido en sus fantasías y, a última hora, la película recuerda que es un documental, aunque por el camino se le olvidaron los límites de la no-ficción.

Nuevo corte: el resto de la jornada se presenta comprimida en dos programas dobles. El primero, en la Sección Correspondencias, pone en diálogo directo a Robert Gardner y a Robert Fenz. Uno habla desde 1986; el otro contesta un cuarto de siglo más tarde. Por partes. Forest of Bliss sería justo lo contrario a lo que proponía Tiravanija, es decir, nos devuelve a la esencia primigenia del cine documental. No hay invención posible en lo que se muestra, sólo observación de un espacio y de la gente que lo habita. Para ello, hay que minimizar lo máximo posible el factor distorsionador de la mirada, hasta conseguir, por ejemplo, que los personajes de esta nueva función se queden dormidos delante del teleobjetivo. Sólo así descubrirán sus defectos, pero también sus virtudes. Hay en esta película apuntes de crítica social, pero éstos surgen de forma natural, como si jamás hubieran sido buscados.

Estamos en la India, en Benarés, para ser más exactos, a orillas del Ganges, ese río que a lo mejor no limpia, pero que desde luego purifica. Todo lo relatado (más bien retratado) en este film de Robert Gardner transcurre en un solo día. El amanecer marca pues el pistoletazo de salida de la narración. Una clara referencia al nacimiento; al inicio de una vida… condenada a acabar. Con esta certeza trabaja esta pieza firmada por alguien que falleció hará cuatro años. Todo invita pues al réquiem, y en efecto, Forest of Bliss es ante todo un documento antropológico de primer orden: un estudio de todos aquellos rituales y liturgias que sirven para afrontar el atardecer, el último trámite. La luz anaranjada baña cada uno de los actos de preparación. Una suavidad visual que se corresponde con un montaje de sonido exquisito, que nos ayuda a transitar de manera igualmente fluida por las distintas escenas. Claves sensoriales para entender la actitud desdramatizada ante este tránsito que, al igual que el fluir del río, no puede detenerse. Donde unos no alcanzarían a ver más allá de la mugre, Gardner captó la belleza. Lo hizo por su absoluta comprensión de lo divino y lo terrenal. Dos esferas vinculadas por una serie inabarcable de procesos de meticulosa artesanía, vías para conectar de un modo trascendente lo material y lo sagrado.

Avanza la máquina del tiempo y se detiene en 2011, año en que Robert Fenz da réplica a aquel “bosque de felicidad” con Correspondence. Filmada también en 16mm (de nuevo, lo tangible como objeto de culto), se trata de una revisión de los lugares donde se forjó la leyenda de Gardner. Las intenciones, aparte de por la adoración, pasan también por arrojar una mirada con más sentido crítico al mismo objeto de estudio. El blanco y negro cubre ahora todo el espectro cromático, y las personas se detienen ante la cámara, intrigadas, incluso violentadas por su presencia. Además, la transición entre secuencias se efectúa de forma brusca, como si así se quisiera incidir en la ruptura de la unidad espacio-temporal. Ahora la propuesta se desarrolla entre oriente y occidente. En el segundo hemisferio, allí donde el “progreso” se ha cebado con el paisaje, vemos lugares fríos, en parte por la carencia del calor humano. Aquí, las (pocas) personas aparecen siempre como sombras al otro lado de un cristal empañado. La civilización, veinticinco años después de aquella primera toma de contacto, se presenta como una zona de confort que nos aleja de lo que más importa. La técnica como base para la adoración, pero también como motivo de interrogación.

La cuarta invitada de la jornada convierte esto último en arma arrojadiza con alta carga cómica. Llega a Pamplona la andaluza María Cañas con dos ejercicios de “videomaquia”, por aquello de “saltarse a la torera” los derechos de autor. Así es, tanto Expo Lio ’92 –pieza ganadora del pasado Festival Márgenes– como La cosa vuestra reivindican el material ajeno para convertirlo en algo propio. Dos trabajos con temas de fondo ligeramente distintos pero hermanados por una fórmula ganadora. El primero toma como centro gravitatorio la Exposición Universal de Sevilla, celebrada por todo lo alto en el año 1992. Cañas se acerca a ese momento de supuesto esplendor totalmente liberada del lastre nostálgico. La razón: casi treinta años después de aquella borrachera, sólo queda una resaca que no se va. El desencanto y rabia por los embustes que construyeron aquella tambaleante mentira producen un dolor de cabeza que cristaliza en la pantalla.

El repaso a las chapuzas, a las temeridades y a las bravuconadas que alimentaron tal algarabía se hace a través de videos prestados, la mayoría de los cuales de fácil acceso en internet. YouTube vuelve a reivindicarse así como una herramienta tan válida como cualquier otra para hacer cine. ¿Y qué importa la nobleza en tiempos tan innobles? La directora-pirata nos somete a un caos visual magistralmente domado por la claridad conceptual. El desorden no va más allá de la retina, pues el discurso está llevado (o gobernado) por un cerebro privilegiado, que no se pierde en pantanos tales como la corrupción de la clase política española, el adoctrinamiento de las masas y las heridas del colonialismo. Así, el Apocalypto de Mel Gibson va de la mano de King Africa, y el ¡Ataque de pánico! de Fede Álvarez viene acompañado por Chimo Bayo. El resto de banda sonora lo ponen la infame Wendy Sulca y las empanadas mentales de M. Rajoy, indiscutible rey de este grotesco club de la comedia. Se confirma así un conjunto tan trash como la herencia de un pasado (más o menos reciente) que ya no puede ocultarse detrás de ninguna máscara. El humor en clave meme y la resolución en 140p nos hablan de un presente feo y deformado por la intoxicación de información, síntoma evidente de no saber qué hacer con ella, más allá de desear que nadie la utilice en nuestra contra. María Cañas hace justo lo contrario, poniendo orden mediante el don de la risa irremediablemente contagiosa. Por saber moverse bien en las toneladas virtuales de material de archivo, y por no olvidar jamás que la meta final es que no quede títere (o rana, qué más da) sin cabeza.

Este espíritu guerrillero pervive en la nueva creación de Cañas: La cosa vuestra, visión iconoclasta de Navarra por parte de alguien que, no lo oculta, sabe de dicha comunidad todo lo que le ha llegado a través de la red. Con este aire descacomplejado, Cañas va dando cornadas ahora no tan letales a una institución tan sacralizada como la celebración de San Fermín. Por supuesto, el reto de dinamitar símbolos vuelve a hacerse a través del alegre arrebato beodo. El problema, más que en el agotamiento al que obligatoriamente condena el planteamiento formal, está en la distancia que, en esta ocasión, la autora mantiene con los temas tratados. Y es que, al parecer, el humor combustiona mejor cuando las latitudes incendiadas resultan ajenas. Cuando toca defender intereses más propios (el feminismo, el animalismo), Cañas se deja llevar por el calentón, renunciando así a la sonrisa que, hasta entonces, daba valor a su denuncia. Sin ella, el discurso queda semidesnudo, demasiado castigado por tics sensacionalistas que evidencian una cierta arbitrariedad en la regulación de la sensibilidad.