Spotlight lo tenía todo para convertirse en otro de esos films épicos y sentimentales que dan cuenta de los esfuerzos y sacrificios heroicos que es capaz de realizar el ser humano en nombre de la verdad y la justicia. Pienso en el patrón establecido por películas como Philadelphia o Erin Brockovich, según el cual Hollywwod vampiriza casos reales, se apropia del mito de David y Goliat, y exhibe todo su poder estelar. Sin embargo, desde bien al principio, Spotlight se presenta como una película menos ortodoxa de lo que podría parecer. De partida, comienza marcando distancias con la fórmula contemporánea que convierte toda película (o serie) sobre profesionales –sean periodistas, políticos o directivos de empresa– en un festín de vertiginosas batallas dialogadas. Una tendencia que tiene al guionista Aaron Sorkin como su mesías particular. En Spotlight, los periodistas del Boston Globe que trabajan por sacar a la luz una trama de encubrimiento de casos de pederastia en la archidiócesis de Boston no hablan deprisa a no ser que la situación lo requiera y en lugar de correr por los pasillos de la redacción, caminan con pausa, marcando territorio. Michael Keaton zarandea los hombros y las caderas como un viejo cowboy, o quizás más bien como un dinosaurio del viejo periodismo. Rachel McAdams zarandea sigilosa y meticulosamente a sus entrevistados con preguntas punzantes e insistentes. Así se manifiesta en primer lugar el compromiso de Thomas McCarthy (director de las discretas The Visitor y Win Win) con el caso real que pone en escena.
Spotlight transcurre hace poco más de diez años pero parece ambientada en una prehistoria pre-internet. McCarthy (que ya pisó una redacción de diario, como actor, en la quinta temporada de The Wire) aspira a elogiar el periodismo tradicional de investigación, aquel que trabaja con fuentes y datos en lugar de especulaciones, un homenaje que corre el riesgo de caer en una nostalgia cegadora. Sin embargo, McCarthy esquiva dicho peligro aferrándose al profesionalismo de sus protagonistas. Cada día es menos habitual encontrar películas centradas en el trabajo. La ley del arco romántico, del drama familiar, del trauma explicativo, parece marcar la pauta del cine industrial yanqui. Por su parte, como ya hicieran Sidney Lumet en Network, Alan J. Pakula en Todos los hombres del presidente o George Clooney en Buenas noches, y buena suerte, McCarthy opta por limpiar su película de ruido dramático ambiental y se concentra en la investigación llevada a cabo por sus protagonistas. No hay prácticamente escenas en las que la vida privada de los protagonistas da sentido a su tarea profesional. La columna vertebral de este film esquelético, sin florituras, es la indagación periodística, que basta para mantener la película en movimiento.
McCarthy pone en práctica de manera pragmática el ABC de la puesta en escena clásica –planos generales para trabajar la dinámica entre personajes, primeros planos para acentuar los clímax dramáticos– y gestiona la velocidad del relato con eficiencia: de la lenta cadencia inicial al allegro que toma el film cuando los diferentes cabos de la investigación van confluyendo. A Spotlight le falta un buen trecho para acercarse a Zodiac –carece de un principio de incertidumbre que pueda enriquecer aun más experiencia del espectador– pero hay algo en la sutil recreación histórica y en el trabajo del equipo de actores que remite a la obra maestra de David Fincher. Keaton y Mark Ruffalo brillan en su encarnación de personajes obstinados, comprometidos con su misión profesional, aunque se les ve algo constreñidos por la (cuestionable) necesidad de imitar a los personajes reales a los que dan vida. Quizás porque su cara no nos resulta familiar, quizás porque ningún otro actor se sumerge con más naturalidad y menos egolatría en el pozo moral del film, es Brian d’Arcy James quién se termina llevando el gato al agua desde su rol secundario. Él es a Spotlight lo que Anthony Edwards era a Zodiac. Es sobre los hombros (y el bigote) de d’Arcy James –sentado en su escritorio repasando metódicamente listados de curas pedófilos– que Spotlight se acerca definitivamente a una cierta verdad. Así culmina esta oda a la integridad, profesionalidad y valentía de unos periodistas enfrentados no solo a la Iglesia, sino a un sistema corrupto que extendió sus tentáculos por todos los recovecos del entramado social.