Pese a que Steve Jobs se presenta como un film de Danny Boyle, a pocos se les escapa que este biopic del gurú de Apple es, en primer lugar, una película de Aaron Sorkin. Históricamente, pocos guionistas han conseguido que su nombre trascienda el ámbito más especializado: dicha hazaña pasaba por tener una trayectoria literaria a las espaldas o una carrera futura como director. Hoy en día, existe una alternativa: figurar como el “creador” de grandes series de TV. Es el caso de Sorkin, “padre” de hitos catódicos como El ala oeste de la Casa Blanca o Studio 60 on the Sunset Strip, así como autor de los guiones de la magistral La red social o la interesante Moneyball: Rompiendo las reglas. Por su parte, Steve Jobs amontona ingredientes dramatúrgicos y también estéticos propios del sello Sorkin: diálogos exaltados, frenéticas carreras por pasillos, protagonistas megalómanos y atormentados, el ABC del imaginario Shakespeariano (filiaciones, traiciones, encrucijadas familiares) y un interés por los lobos solitarios empeñados en cambiar las reglas de su juego.
Sorkin se ha interesado por la revolución de los nerds, los entresijos de la política, la modernización del baseball o la pirámide de intereses que corroe a los medios de comunicación, pero sus guiones siempre han sabido desgranar la cara más íntima de una historia escrita en mayúsculas. Sorkin es un experto en extraer el factor humano de la vida de los dioses de nuestro tiempo. Así, tiene toda la lógica del mundo que Steve Jobs funcione como una mirada a ras de suelo al Olimpo de la era digital, una odisea en tres actos que exprime las miserias (mucho más que las grandezas) de los habitantes del Panteón del imperio Apple.
Eléctrica, ácida y evidente, Steve Jobs ratifica a Sorkin como un escultor de personajes pétreos: figuras que permanecen inmóviles mientras la realidad cambia a su alrededor, dándoles la razón. El Jobs de Sorkin es una figura fascinante encarnada con pura musculatura actoral por un inspirado Michael Fassbender. Monstruoso e implacable, Jobs seduce al espectador (como hizo con sus incondicionales) gracias a su determinación: su encanto es el del farolero capaz de fraguarse una tropa de seguidores ansiosos por volver a ser engatusados. Una seguridad en sí mismo que Sorkin pone a prueba a través de una ingeniosa operación de arquitectura narrativa.
Renunciando a las formas del biopic tradicional, Sorkin retrata a Jobs mediante tres fulgurantes vistazos a tres momentos cruciales de su carrera: 1984 – Presentación del Apple Lisa; 1988 – Presentación del Cube de NeXT; 1998 – Presentación del iMac. Aunque la película no se estructura a través de flashbacks, todo apunta hacia la investigación arqueológica en la vida del personaje, a la manera de Ciudadano Kane, una película que parece estar incrustada en el subconsciente de Sorkin, como ya demostró en La red social. Aquí el “Rosebud” (aquello que da cuenta de la vulnerabilidad del monstruo) es Lisa, la hija del cofundador de Apple, aunque para que el símil funcionase por completo el Jobs de Sorkin debería parecerse más a los inclementes Charles Foster Kane y Mark Zuckerberg (el de La red social), y menos al Dr. Gregory House, con sus aires genio insensible que se desmoronan a las primeras de cambio en cuanto la película necesita humanizar al personaje o enternecer al espectador.
Steve Jobs demuestra que, más allá de Sorkin, una película de David Fincher no es lo mismo que una de Bennet Miller o de Danny Boyle. El díptico formado por La red social y Moneyball ya ponía de manifiesto de qué manera el universo del guionista –cerebral en la superficie, emocional en el fondo– podía tomar diferentes cauces en la pantalla dependiendo de la personalidad del cineasta que lo ponía en escena. Narrada con pulso maquinal por el fiero Fincher, La red social se aferraba a la frialdad de su protagonista y al vértigo de los acontecimientos para generar, solo a posteriori, un intenso efecto emocional: pura desolación. Por su parte, dado el compromiso emocional de Bennet Miller con sus personajes, Moneyball partía de la frustración y los traumas del protagonista para plantear un abordaje puramente romántico de los hechos.
Steve Jobs se sitúa a medio camino entre las opciones desarrolladas en La red social y Moneyball. Por un lado, Danny Boyle parece convencido de estar haciendo una película a la Fincher (de la acción a la emoción): con su estilo efectista, intenta convertir el carrusel de conversaciones que conforman la película en una trepidante montaña rusa audiovisual –recordemos que, en 127 horas, Boyle ya convirtió en un delirio alucinógeno la odisea de un hombre inmovilizado–. Por el otro lado, Sorkin parece más conectado a la opción Miller (de la emoción a la acción): ahonda repetidamente en los traumas de Jobs (su condición de hijo adoptado) y utiliza como hilo argumental la conflictiva paternidad del protagonista. Una divergencia de intereses que termina limitando el alcance de una película que, al igual que su protagonista, parece estar jugando al farol: haciendo pasar por un análisis quirúrgico e implacable lo que es, en realidad, un retrato emotivo y más bien complaciente del antihéroe.