(Imagen de cabecera: Divino amor de Gabriel Mascaro)

Joan Pàmies (Park City, Utah)

Bajo un cartel inmenso en el que se podía leer “Risk, Independence”, Ryan Coogler se pronunciaba sobre su periplo desde el triunfo en este mismo festival hace seis años, con Fruitvale Station, hasta la dirección de Black Panther, nominada a Mejor Película en los Oscar. Esta imagen, acontecida durante la edición de 2019 del Festival de Sundance, ilustra a la perfección la realidad de un certamen que parece funcionar como trampolín para que los directores (y equipos) premiados acaben trabajando en franquicias en las que los conceptos de “riesgo” o “independencia” tienen más bien poco recorrido. También es curioso advertir cómo esta especie de cantera de “mano de obra” para el cine-franquicia convive con un conjunto de películas que parecen prediseñadas para engordar el catálogo de plataformas como Netflix o Hulu. Sundance se adapta con rapidez, inteligencia y firmeza a los nuevos tiempos, pero también parece alejarse inexorablemente de la valentía contracultural promulgada desde ese inmenso cartel que arropaba a Coogler, el nuevo chico prodigio de Hollywood.

Si hubo un cambio de rumbo estimulante en Sundance 2019, ese fue el del brasileño Gabriel Mascaro, que tras explorar con astucia la frontera entre realidad y ficción en Ventos de agosto y Neon Bull, se adentra con Divino amor (Divine Love) en las aguas de la ciencia ficción distópica. Más concretamente, en el Brasil de 2027, donde el amor se celebra en carnavalescas fiestas multitudinarias, los confesionarios tienen forma de drive thru y la maternidad es valorada, examinada y controlada por el estado. En este escenario encontramos a Joanna (Dira Paes), que aprovecha su posición de notaria para convencer a aquellos que quieren divorciarse de que su amor sigue vivo: una devota de Dios que utiliza la burocracia para predicar su fe en el amor. Lamentablemente, Joanna no tiene todo lo que desearía, ya que, pese a los múltiples intentos, ella y su marido son incapaces de concebir un hijo.

Al contrario de lo que marcan los códigos tradicionales del género, Mascaro apenas invierte esfuerzos en definir las peculiaridades del universo de Divino amor. Del mismo modo que las anteriores obras del brasileño no requerían de subrayados para demarcar la frontera entre realidad y ficción, aquí propone un acercamiento moroso, prácticamente costumbrista, aunque con un aire onírico –gracias a la increíble fotografía de Diego García (Cemetery of Splendour, Wildlife) y la voz en off de una especie de bebé robotizado– a un futuro que se parece demasiado al presente. El Brasil de Divino amor se entrega a una fe arraigada en un milagro que, al materializarse, se revela inoportuno para los poderes fácticos (Mascaro alude a las complicidades entre la iglesia y el poder gubernamental). A la postre, aunque se tome demasiado en serio a sí misma, Divino amor hace gala de una lucidez impresionante.

Otra película que inventa un mundo (aun más) peculiar es Greener Grass de Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe, directoras, “creadoras” y protagonistas del film, además de triunfadoras en el festival South By Southwest de 2016 con un cortometraje homónimo que aquí sirve de prólogo. De Boer y Luebbe imaginan una sociedad en la que todo el mundo lleva ortodoncia (pese a no necesitarla) y conduce carritos de golf por sus barrios residenciales, una “suburbia” en la que los colores de las casas adosadas siempre van a juego con los vestidos de sus propietarios. La película parodia el estilo visual de las sitcoms americanas y la publicidad de los años 90, e incluso podría funcionar como una adaptación perversa del famoso videojuego Sims, que sublima la noción de una vida perfecta. Pese a adoptar una artificiosidad extrema, las directoras consiguen que el film respire una frescura y una naturalidad que evitan que la propuesta se ahogue en su propia estética. Aunque, lamentablemente, la película termina cayendo en el “todo vale” y se convierte en una sucesión de gags más o menos acertados sobre el imaginario de las clases altas norteamericanas, el ideal de familia tradicional o la influencia de la televisión en los niños (y adultos). Greener Grass se acaba pareciendo más a una película americana dirigida por Quentin Dupieux que a la interesante extensión del corto homónimo que prometía el sólido arranque del filme.

Finalmente, la película que parecía abordar lo irreal de forma más tradicional fue la que consiguió rehuir más hábilmente las constantes de su género. The Sound of Silence de Michael Tyburski cuenta la historia de un “sintonizador de casas” –un destacable Peter Sarsgaard– cuyo trabajo consiste en equilibrar el estado emocional de sus clientes a través de la regulación (o reparación) del sonido ambiente de sus casas. Tanto la sinopsis como el portentoso arranque del film –Tyburski presenta al protagonista a través de una deliciosa sinfonía construida a partir de sonidos urbanos de Nueva York– podían apuntar a una obra plagada de efectistas giros de guion y tópicos asociados a la ciencia ficción de corte indie (a la estela de títulos como Advantageous de Jennifer Phang o ¿Estamos solos? de Reed Morano), pero de forma un tanto extraña aunque muy gratificante la película acaba derivando hacia un drama intimista sobre la soledad, la confrontación entre lo manual y lo tecnológico, y el peso del silencio. Aunque la profesión del protagonista no existe en la realidad, resulta conmovedor observar cómo el director defiende desde el primer momento todas sus ideas y teorías, transmitiéndolas con delicadeza y devoción. Como anécdota, Tyburski cuenta que, antes de rodar el film, grabó todo el guion como si se tratara de una radionovela para así intentar acercarse a la (fascinante) experiencia sonora que acaba proponiendo. Y aunque la película no acierte en algunas de sus decisiones, se agradece la manera en la que The Sound of Silence defiende a capa y espada su propia ficción, un motivo para creer que en Sundance todavía hay lugar para la valentía, el riesgo y la honestidad.