Ahora que se acerca el hipotético estreno español de As mil e uma noites, la trilogía desaforada sobre la crisis económica que Miguel Gomes filmó en Portugal durante dos años bajo la guía aparentemente imposible del clásico de la literatura de Oriente Medio, nada mejor que ver, volver a ver, o descubrir deslumbrados, su anterior obra maestra, Tabú, una película de ficción que apuntaba ya uno de los caminos que Gomes seguiría en su trabajo más excesivo: el trabajo con el pasado de la historia del arte como camino para invocar y conjurar los demonios del presente. En el caso de su película “africana”, Gomes dialoga de forma directa con la película homónima de F. W. Murnau y Robert Flaherty, realizada en 1931, un melodrama a medio camino entre el ejercicio documental y la ficción superpuesta a lo real. La película de Gomes, que en España fue recibida con exabruptos por alguno de los críticos que habitualmente degluten en los medios generalistas, es en primer lugar, y por encima una bellísima historia de amor, un melodrama con todas las letras, que solo un trozo de madera putrefacta sería incapaz de disfrutar. Pero además, como toda buena obra, contiene cargas de profundidad, capas de lecturas posibles, que van desde la postcolonial a la metacinematográfica. Una película que en apariencia imita las formas antiguas del cinematógrafo pero que termina por crear una forma nueva, radicalmente libre y gozosa.

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