¿Qué sería de los niños grandes de la Nueva Comedia Americana si la cámara les negara la chispa surrealista, el ingenio innato y ese halo romántico que alimenta su característico glamour cafre? Pues probablemente se descubrirían aprisionados en los opresivos y cassavetianos primeros planos de The Comedy, una película en la que las legendarias Toga Parties de Desmadre a la americana se transmutan en un festival de decadencia, fealdad y patetismo. Junto a sus amigotes barbudos, barrigones y ricachones –hipsters sin alma–, el protagonista de esta odisea amoral, Swanson (Tim Heidecker en estado de gracia), conforma una suerte de aristocracia extraviada que pierde el tiempo jugando al soft-ball o desfilando en bicicleta a la sombra del edificio Chrysler de Manhattan. Como ocurría con Los inútiles de Federico Fellini, con la burguesía venida a menos de las películas de Lucrecia Martel o con las criaturas a la deriva de Michelangelo Antonioni, Swanson y su troupe de profesionales de la ofensa vagan por una película que halla su sentido en el vagabundeo narrativo y en la indolencia emocional.
The Comedy parece no ir a ninguna parte, atrapada en el desconcierto de sus protagonistas, que se mueven por Nueva York como los eslabones perdidos de un experimento fallido de la naturaleza: machos alfa incapaces de mantener a flote a su especie. Desde cerca, la cámara de Alverson intenta mimetizarse con estas criaturas antipáticas. No los juzga y tampoco los compadece, simplemente intenta comprenderlos, aunque hay pocas cosas más difíciles de representar o racionalizar que el vacío existencial. A la postre, en su deambular sin dirección (ni sentido), The Comedy encuentra un idóneo símil narrativo para la nada cotidiana de sus protagonistas, al tiempo que torpedea el academicismo de gran parte del cine indie norteamericano.
Producida por David Gordon Green, Jody Hill y Danny McBride –los padres de la serie Eastbound & Down–, la áspera The Comedy tiene como principal hilo argumental las esporádicas transformaciones del protagonista en un Zelig caprichoso. Como si fuera una versión pija y aburrida del protagonista de Holy Motors, Swanson incomoda a sus iguales jugando a ser un camaleón inepto, simulando tener responsabilidades que, en realidad, es incapaz de sobrellevar. Cuando le apetece, se hace pasar por un jardinero entrometido; luego curiosea en el dolor humano simulando ser un familiar de un hombre en coma; fracasa como limpia-platos ocasional; paga 400 dólares por convertirse en un taxi driver durante 20 minutos… El talentoso Rick Alverson (de quién hay que ver New Jerusalem y The Entertainment) insiste en la idea del hombre vaciado hasta subrayarla y se excede puntualmente en la caracterización monstruosa de su insensible criatura. Sin embargo, la fascinación que demuestra por su protagonista, encarnada en su obsesiva mirada de entomólogo, termina resultando tan perturbadora como contagiosa.