James Franco (incansable actor, guionista, director, productor, escritor, pintor, modelo) siempre ha mostrado interés por el juego de la apropiación y el cruce de fronteras. Su figura comenzó a destacar en 2001 interpretando a James Dean en la tv-movie del mismo nombre, pero su trayectoria fue ciertamente inesperada para tratarse de un fulgurante intérprete del sistema: diez años después, pasaría a crear Rebel, un proyecto de video arte colectivo alrededor de Rebelde sin causa. La película de Nicholas Ray tiene cierta importancia en The Disaster Artist (los protagonistas tomarán a James Dean como el modelo a seguir e incluso visitarán el lugar de su muerte), pero no es allí donde debemos dirigir la mirada sino a la cinta que el actor dirigió en 2012 junto a Ian Olds: Francophrenia (Or Don’t Kill Me, I Know Where the Baby Is). Esta película es un ¿thriller? ¿documental? en el que se recogen y reinterpretan los fragmentos que el actor rodó para la soap opera General Hospital y donde Franco hacía de Franco: un homicida y artista multimedia. Su paso por el mítico culebrón norteamericano se convirtió, gracias a aquel ensayo, en un experimento sobre cómo un actor ha de enfrentarse a un mal material de partida. En Francophrenia Franco puso a prueba sus límites convirtiéndose, directamente, en un actor malo, una idea sin la cual hoy no existiría The Disaster Artist.

La película, presentada dentro de la sección oficial del Festival de Cine de San Sebastián, se basa en el rodaje de The Room the Tommy Wiseau, auténtica pieza de culto considerada hoy una de las peores películas de la historia. Dirigiendo y protagonizando la cinta, Franco continúa haciendo hincapié en uno de los motivos fundamentales de toda su carrera: el difuminar los límites y explorar las áreas que rodean al texto artístico. Lo curioso es que, en esta ocasión, el experimento no sólo se queda anclado en ese estudio sobre el actor imposible, sino que también se fusiona con otro de los rasgos característicos de la filmografía de Franco: el bromance propio de la (ya no tan) nueva comedia norteamericana. Al igual que ocurre en The Disaster Artist, películas como Pineapple Express y This Is the End o series como Freaks and Geeks ya nos habían mostrado a ese Franco protagonista de comedia romántica donde el interés amoroso nunca era la chica, sino el amigo. No es casual, por tanto, que en The Disaster Artist el cameo reservado a un productor de Hollywood venga de la mano del director Judd Appatow, pieza clave en la carrera del actor. De algún modo la cinta viene a ser un compendio de los intereses alrededor de los que ha girado su filmografía, sólo que en esta ocasión el resultado no es tanto una experimentación como una consolidación.

A diferencia de otros de sus proyectos, The Disaster Artist ofrece un resultado contundente; vendría a ser el apartado conclusivo de un trabajo académico más que la introducción propia de otros de sus trabajos. Estamos ante una cinta que centra todo su relato en la relación que se establece entre Wiseau (James Franco) y Greg Sestero (Dave Franco), su único amigo. Hablamos de cine, pero éste nunca llega a ser el centro real del relato. No se trata tanto de establecer un juego metalingüístico (que también) sino de sentar las bases de una relación a través del anhelo por un proyecto compartido. El hecho de que ese amigo esté interpretado por Dave Franco puede además interpretarse como un regalo precioso que el director hace a su hermano fuera de las cámaras. La generosidad de Franco hace incluso que Dave sea el primer nombre en aparecer en los créditos, dato importante teniendo en cuenta que el ego también centra los intereses de la cinta. En este sentido, The Disaster Artist resulta concluyente: el cine es, pese a todo, un proceso colectivo.

La cinta, absolutamente hilarante y carente de ironía (no estamos riéndonos de nadie), sólo tropieza ligeramente en una ocasión. Franco decide dedicar su tercio final a la proyección de The Room, el proyecto maldito. De algún modo se busca una redondez que nunca había aparecido antes en la obra del director: se busca el cierre y el aplauso, pero también el juego de espejos. La idea es lógica y no debería suponer ningún problema, pero la fijación por los planos de reacción en el público así como la decisión posterior de mostrar un paralelismo entre la película de Wiseau y la mímesis creada por Franco no acaba de resultar coherente con el tono global de la película. La idea es consecuente con su trayectoria: también aquí se trata de difuminar los límites entre una y otra obra al mismo tiempo que la decisión fusiona una sala (la de la pantalla) y otra (en este caso la del Kursaal, también repleta de estruendosos aplausos). Pero éste es tal vez el único instante en que The Disaster Artist deriva hacia lo convencional: el centro de la cinta deja de ser la ilusión naif e ingenua hacia el hacer y se convierte en una oda al rehacer. En cualquier caso, pese a esa decisión, la cinta nunca abandona un tono y equilibrio imposibles alrededor del cariño hacia sus protagonistas, sin juicios de valor. The Disaster Artist en una apología del caos y el desastre siempre y cuando éstos provengan de la ilusión. Pocas cosas menos cuadriculadas y más bellas que esa idea.