Hay un párrafo que este crítico tiene grabado (casi) a fuego en la memoria. Es el comienzo del reportaje, publicado como libro de bolsillo en España, de David Foster Wallace, Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer (Debolsillo, 2003), en el que, por encargo de la revista Harper’s Bazaar, Foster Wallace se embarcó en un crucero por los mares de Florida. El párrafo dice así: “He notado el olor de la loción de bronceado extendida sobre diez mil kilos de carne caliente. Me han llamado colega en tres países distintos. He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Slide. He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado. He bailado (muy brevemente) la conga”. Leer ese libro minúsculo, periodístico, aparentemente menor, antes del que catapultó a Foster Wallace a la fama mundial, La broma infinita, publicado en España un año antes, era una manera posiblemente absurda de adentrarse en su trabajo; entrar por la puerta trasera de una obra mayúscula, desbordante, sarcástica, profundamente humana y psicótica al mismo tiempo. Y sin embargo, creo ahora que no pudo haber mejor introducción: en ese párrafo, y en el reportaje-libro, encuentro muchos de los rasgos de Foster Wallace como autor: su capacidad infinita de observación y análisis, su escritura genial, su humanismo disfrazado de un leve sarcasmo, su enorme control (incluyendo el descontrol) del ritmo, su interés por entender lo raro del mundo (o el mundo como un lugar raro per se), su vocación satírica, su humor, su retrato enfermo de una sociedad enferma desde el punto de vista de un enfermo militante y obsesivo, y su literatura desbordante e infinita. O dicho en sus propias palabras: “Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darle calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”.

Sirva esto para entender que Foster Wallace no fue solamente uno de los más grandes escritores contemporáneos, sino que para mí es además un nombre que forma parte de mi educación y memoria emocional, política y artística, aunque no haya leído todos sus trabajos, ni haya investigado en su vida (entiendo y defiendo todavía la autonomía entre obra y biografía, que no entre obra y vida). Así que la posibilidad de enfrentarme a una película sobre su vida, o más en concreto, sobre cinco días de su vida, me incomodaba y fascinaba al mismo tiempo: suponía romper la barrera que había establecido entre el autor y su obra, y abría la sombra del siempre despreciable morbo (para el lector poco enterado, David Foster Wallace se ahorcó el 12 de septiembre de 2008). Como ocurre con todos los mitos, el capitalismo, que confunde valor y precio y todo lo convierte en mercancía, ha venido explotando desde entonces la figura, divinizada, de Foster Wallace. Y cuando pensábamos que la publicación de This is Water, un absurdo libro de notas, ideas, y pensamientos como aforismos, que reducen a Foster Wallace a la altura de un Paulo Coelho del medio oeste norteamericano, era el punto culminante del saqueo de tumbas, llegó The End of the Tour, el inevitable biopic, adaptación del libro Although of Course You End Up Becoming Yourself, del escritor, y entonces periodista de Rolling Stone David Lipsky, que acompañó a Foster Wallace durante los cinco últimos días de la gira triunfal de presentación de La broma infinita. Y es raro que hayan pasado siete años desde el suicidio hasta el estreno de la película, cuando los tiempos de la industria necrológica parecen no dejar de acelerarse nunca.

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The End of The Tour ha sido recibida con una oleada de críticas positivas, y solo aquellos que conocieron muy de cerca a Foster Wallace, como el crítico Glenn Kenny, se han atrevido a poner en cuestión algunos aspectos cruciales de la película (muy interesante su artículo en The Guardian, Why The End of the Tour isn’t really about my friend David Foster Wallace, en el que enfrenta su conocimiento real de Foster Wallace, sus propias experiencias, sus memorias, y trata de separarse de ellas para valorar de forma más clara la película, reconociendo su inevitable parcialidad). Quienes no le conocimos, quienes nos hemos mantenido al margen del Foster Wallace personaje, no podemos comparar el retrato que hace de él la película, pero sí podemos tratar de analizar el biopic en sí mismo, que como la gran parte de las biografías hechas a posteriori, cae en la trampa de la lectura retrospectiva, el engaño de la clave que da sentido a todo lo anterior: en este caso, el suicidio. Escrito el libro y filmada la película con Foster Wallace muerto, ahorcado, es demasiado fácil y simplista dar sentido a toda la vida previa del protagonista a partir de ese final decisivo, como si todo lo que ha ocurrido hasta entonces, como si todos los elementos de su vida se ordenaran de pronto, y sus gestos, sus decisiones, su manera de vestir, de reír, sus tics, su renuncia a ver la TV para combatir su terrible adicción a ella, cobraran sentido y dirección. Esa es la trampa de los biopics, y esa es la trampa en la que cae The End of The Tour, pensar que la vida tiene sentido y dirección, y que es posible entender, aunque sea de forma retrospectiva, los misterios de una vida a partir de un único hecho.

La película, que se presenta como un gran flashback, está narrada por Jesse Eisenberg, que interpreta al periodista de Rolling Stone, y trata (como cualquier biopic al uso, por otro lado) de lograr un imposible: capturar y retratar la esencia de alguien que no está, representar un fantasma, revivir un muerto con el cuerpo de otro. Ese ejercicio de re-encarnación, de re-presentación, no se asume como una mentira, sino que se presenta, en películas de ficción al uso como esta, como un documento extraído de una realidad que no fue filmada, y juega con el espectador a proponerle una suspensión de la credibilidad: pensemos que ese es David Foster Wallace y así fueron aquellos cinco días. En este caso, la película tiene la honradez de hacer visible el punto de vista de un autor interpuesto, que fácilmente podemos asumir como el punto de vista de la película, porque el recurso sirve para introducir y concluir la película. La envidia que el protagonista siente hacia Foster Wallace porque ha escrito la novela que él es incapaz de escribir puede entenderse como motor de fondo de toda la película y de su ejercicio de simplificación-reducción de Foster Wallace a un monigote asocial, inadaptado, simpático, repleto de tics, y tremendamente auto-consciente. Al contrario que Glenn Kenny, no podemos comparar el retrato con el retratado, pero sí entender algo básico: ¿aporta algo esta película al conocimiento, a la obra, al desbordamiento artístico, del legado de David Foster Wallace, o es simplemente un eslabón más de esa mitomanía capitalista que convierte a los muertos en muñecos de quita y pon?