Las películas de Sean Baker son una fiesta. Ningún otro cineasta norteamericano de su generación concibe el cine desde una perspectiva tan abiertamente humanista; solo Wes Anderson es capaz de poner en movimiento dosis similares de ternura. La destacable The Florida Project no escapa a este principio de calidez, que Baker siempre confronta con realidades marcadas por una desazón epidérmica y una melancolía profunda. En sus últimas dos películas, la memorable Tangerine y ahora The Florida Project, Baker ha decidido adentrarse en rincones marginales del paisaje americano, territorios en los que la pobreza material y el más absoluto desamparo contrastan con una suerte de vitalismo exaltado. Baker no necesita de escenas oníricas ni de pasajes alucinógenos para conquistar ese verismo hiperbólico que hizo grande al Buñuel de Los ovidados. Al director de Starlet le bastan los colores del arcoíris –derramados sobre el paisaje urbano– y la desbordante gestualidad de sus personajes para conquistar el corazón palpitante de lo real.

The Florida Project arranca con el Celebration de Kool and the Gang proyectado contra las paredes lila intenso del motel Magic Castle, donde viven, en una habitación cochambrosa, la pequeña Moonee (Brooklynn Prince, la insolente estrella de la película) y su madre Halley (Bria Vinaite, descubierta por Baker a través de Instagram). Sin casi ninguna supervisión, Moonee y otros niños del Magic Castle corretean por los alrededores del edificio generando el caos a su paso. Baker pone la cámara a la altura de los niños y celebra su descaro: podríamos estar ante el mayor himno a la rebeldía infantil desde Zéro de conduite de Jean Vigo (la incendiaria Over the Edge de Jonathan Kaplan, otro posible referente libertario, estaba protagonizada por adolescentes). La película centra su mirada en las pillerías de los niños, en su micromundo de libertad mendicante, una especie de respuesta yanqui-suburbial a las borgate de los primeros films de Pasolini. Sin embargo, pese a la concreción del conjunto, resulta imposible no atender al contexto: estamos en el extrarradio de DisneyWorld, el mastodóntico complejo de entretenimiento del imperio del ratón Mickey.

Testimonios del desmembramiento del tejido social norteamericano, los moteles de The Florida Project se erigen en territorios comanche, pequeñas urbes sin ley que representan la contracara del neoliberalismo: la lógica de la autorregulación aplicada a la marginación. Abandonada a su suerte, la comunidad del Magic Castle se mantiene a flote gracias al inagotable empeño de Bobby, un Willem Dafoe que hace las veces de “encargado” con corazón de sheriff carismático y estoico. Baker le recompensa con unos bellísimos contrapicados que perfilan su figura contra exhuberantes cielos azul celeste o atardeceres resplandecientes. La belleza, en lustrosos 35mm, es la norma en esta película ágil y sensible a las necesidades de la acción: tan pronto un plano general nos revela la efusividad multicolor del lugar (un comercio llamado Orange World tiene forma de naranja gigante), como un plano de seguimiento nos emparenta anímicamente con los protagonistas, o una deslumbrante panorámica nos muestra el recorrido eufórico y malcarado de los niños por la primera planta del motel.

En términos narrativos, The Florida Project supone un giro en la trayectoria de Baker: si Tangerine ponía en juego una cierta compulsión cinética –un relato histérico, en perenne sprint hacia el abismo–, aquí el relato tiende hacia la estasis. A falta de un poderoso curso narrativo, Baker y su coguionista Chris Bergoch optan por una estructura episódica que hace todavía más evidente la (casi) nula progresión en la vida de los protagonistas. Y es aquí dónde la película se enfrenta a dificultades: sin esa tensión narrativa, Baker se ve forzado a imponer, desde el exterior del relato, unos giros que le permitan sostener ese milagroso equilibrio entre ternura y sordidez que hace grande su cine. Digamos que, si en Tangerine la tragicomedia de la vida surgía de forma orgánica de las vivencias de los personajes, en The Florida Project la dialéctica entre la joie de vivre y la catástrofe vital-social resulta algo forzada. Cuando se desata una tormenta de verano, resulta difícil creer en el impulso de madre e hija de salir a retozar bajo la lluvia. Cuando la disputa entre dos madres alcanza un cenit de tensión, el modo en que estalla la pelea parece excesivo, “diseñado” para subrayar la volatilidad emocional de las protagonistas. Una ligera sensación de artificio que, en todo caso, no emborrona el compromiso de Baker con un universo, el de la América olvidada, que bajo su mirada se ve arropado por un manto de belleza y afecto.