Al igual que el cine erótico o la pornografía, cabría concebir el cine de terror o la comedia como verdaderos escaparates del placer. Unos escaparates que confluyen en el suministro de una emoción voluble. Cuando un espectador asiste a una película de terror, en muchas ocasiones el miedo a lo desconocido desemboca en risa; mucho más difícil suele resultar, sin embargo, lo contrario: que la risa converja en auténtico terror… Más allá de estas prácticas como espectador, las cosquillas son uno de los pocos mecanismos físicos que reúnen ambas experiencias al mismo tiempo, ya que si bien provocan la risa, una prolongación en el tiempo las convierte en tortura. La risa nerviosa nunca se congela pero su exteriorización ya no es síntoma de diversión, sino de todo lo contrario.

Cuando uno lee la premisa de Tickled, parece evidente que el tema irá por ahí. David Farrier es un periodista neozelandés especializado en reportajes sobre eventos curiosos, de ahí que cuando se encuentra en youtube con un vídeo sobre competiciones profesionales de cosquillas cree haber dado con el tema para su siguiente pieza para televisión. Tras ponerse en contacto vía correo electrónico con Jane O’Brien, la mujer que organiza el concurso, llega el primer giro de la trama: ésta le insta a abandonar el reportaje de una manera un tanto violenta ya que Farrier es gay y no quiere que la homosexualidad ni el estilo de vida derivado de la misma se vincule en modo alguno con su competición. El protagonista –también codirector de la cinta– queda visiblemente sorprendido (las imágenes de la competición son claramente homoeróticas) y toma entonces una decisión clara: lo que esta mujer está haciendo es discriminatorio y abusivo, con lo que sus ganas de realizar el reportaje aumentan. Cuando Farrier intenta ponerse en contacto con otros organizadores o participantes se encuentra con que nadie quiere hablar del tema, lo cual hace también que su curiosidad (y con ella, la del espectador) sea imparable. Sabemos que el campeonato de cosquillas no es tan divertido como sugiere su superficie y una sombra gigantesca anula todo ese primer acercamiento risible a lo relatado.

Tickled no se centra en las cosquillas como tortura física, pero sí en las mismas como excusa para un tormento si se quiere más conceptual. O’Brien tiene montado todo un entramado de células a lo largo del mundo donde recluta a hombres atractivos, en su mayoría deportistas, y les paga grandes cantidades de dinero para que viajen a Estados Unidos a formar parte de la competición. Todos los castings y pruebas serán grabados pero lo que estos no saben es que la mujer aprovechará más tarde para amenazar a los disidentes con hacer públicos los vídeos y destrozar su reputación a través de internet. Lo que en principio era un acto inocente (varios chicos haciéndose cosquillas) se convierte en una pesadilla para varios de los participantes ya que O´Brien potencia el carácter bizarro de haber participado en la competición y lo vincula con perversiones sexuales de diversa índole. Esa villana fuera de campo disfruta tanto con las cosquillas como depravación como con el bullying que ejerce sobre sus participantes a posteriori.

De algún modo, el documental se adentra, casi sin pretenderlo, en varios de los miedos de nuestro tiempo. La falsa identidad virtual con que O’Brien castiga a los fornidos concursantes remite a esa posverdad de los tiempos de Trump: los hechos objetivos ya no importan, sino todas aquellas emociones derivadas y sugeridas. Nadie quiere contratar a alguien cuyo primer resultado de búsqueda en google remita a un video donde aparece atado y riendo sin parar, por mucho que la imagen en sí no sea impropia como tal. Es ahí donde Tickled funciona como una máquina perfectamente engrasada: en su retrato de las redes sociales (desde la prehistoria a la actualidad) como bombas de humo que explotan y dañan igualmente. Desgraciadamente, cuando los directores se adentran en el terreno de las cosquillas como fetiche erótico, el acercamiento es más anecdótico de lo que habría sido aconsejable. Es cierto que Tickled nunca deja de ser un documental sobre la necesidad de tener poder sobre el otro, pero varios de los interesantísimos temas apuntados quedan un tanto dispersos en la trama: por ejemplo el posible vínculo entre las cosquillas y el sadomasoquismo, pero también toda esa relectura de fondo sobre los roles de las high school norteamericanas (a quien se castiga es al quarterback….), la América post crisis económica, las subculturas fetichistas, etc.

Tickled, que fue financiada a través de crowdfunding pero también por HBO, se sabe un producto más televisivo que cinematográfico. Las fronteras entre documental y reportaje son difusas pero sus directores nunca reniegan de ello e insisten también en el periodismo de investigación como único método de confrontar el poder de O’Brien. La cámara y sus protagonistas siempre están presentes y, en este sentido, Farrier y Reeve son absolutamente honestos: es cierto que la película se adentra en el género (estamos ante un thriller) pero también que se muestra un gran respeto por las fuentes de información y las metodologías, que son en gran parte las generadoras del misterio. La trama de la cinta, que cuenta con muchos más giros de los aquí explicitados, acaba llevándonos a otro fuera de campo, reflejo del de O´Brien: una llamada telefónica donde nunca vemos el rostro de la persona al otro lado de la línea pero que nos sugiere el Rosebud definitivo de un caso que nunca acaba por resolverse. Tickled pone entonces todas sus cartas sobre la mesa: el escaparate no pretendía hacer tanto hacer hincapié en el erotismo, el humor o el terror de las cosquillas, sino en los traumas sociales de nuestro tiempo. El documental es un escaparate donde el espectador se ve reflejado a sí mismo.

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