Manu Yáñez

La fascinante filmografía de Todd Haynes (Safe, Lejos del cielo, I’m Not There) aparece dominada por dos fuerzas primordiales: la relectura posmoderna de obras pretéritas y una pulsión manierista cercana a ciertos postulados barrocos. Ambas características aparecen en Carol, la mejor película vista hasta el momento en el Festival de Cannes; sin embargo, esta adaptación de la novela homónima de Patricia Highsmith presenta a un Haynes particularmente comedido. Pese al preciosismo de ciertos pasajes, da la impresión de que el director de Velvet Goldmine modera su tendencia al exceso estilístico para centrarse, desde un inteligencia pragmática, en la crónica de la pequeña gran odisea de dos heroínas románticas: mujeres que, en los represivos Estados Unidos de principios de los años 50, viven un romance de consecuencias inciertas.

Es Carol una película de delicados gestos y miradas que se ven amplificados por la desnudez con la que los presentan Haynes y su director de fotografía Ed Lachman, mientras que las actrices suman a la ecuación expresiva altas dosis de convicción y compenetración. La enervantemente perfecta Cate Blanchett –que ofrece un majestuoso recital de elegancia y seducción– interpreta a la Carol del título, una mujer de clase alta que está en proceso de divorcio y sobre la que recae la sospecha de haber mantenido relaciones sexuales con otras mujeres. Por su parte, Rooney Mara –una de las actrices más inexpresivas del cine actual– realiza un trabajo meritorio en la piel de Therese, una joven aspirante a fotógrafa que cae rendida a los encantos de Carol. La frialdad natural de ambas actrices permite a Haynes exprimir al máximo la contención del relato, que en su mayor parte juega con la ambigüedad, las dudas, las insinuaciones (más o menos veladas). Un territorio de temores y confusión que se ve abrasado por una incontenible ola de deseo. En Carol las miradas fulguran y, allí donde no llegan los gestos, Haynes se permite apelar al lirismo de las imágenes: nunca las luces de un túnel, pertinentemente desenfocadas, habían representado con tanta emotividad el efecto embriagador del despertar de la pasión.

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Carol es también una película de ventanas y reflejos. Llegado un punto, este crítico se cansó de contar el número de ventanas de coches, casas y escaparates tras los que se escudan las protagonistas. Ventanas alérgicas a la limpieza aséptica: se imponen las manchas de polvo, el vaho y otras humedades. Unas barreras translúcidas que ponen de manifiesto el valor y el peso de las miradas: las que cruzan las protagonistas y también la “mirada” recriminatoria del sistema de la que Carol y Therese intentan refugiarse. Haynes y su guionista Phyllis Nagy ejecutan uno de los golpes maestros del film al convertir a Therese, que en la novela de Highsmith era una espirante a directora artística teatral, en una apasionada de la fotografía. Las instantáneas realizadas por la joven no solo permiten identificar su despertar identitario y sexual, sino que además añaden una nueva capa de significado al juego de miradas, esta vez directamente conectada al cine, privilegiado revelador de verdades y mentiras.

Más allá de las conexiones con Breve encuentro de David Lean –reconocida por Haynes en la rueda de prensa del film– y La calumnia de William Wyler –apuntada por varios compañeros–, Haynes persigue con Carol mirarse en el espejo de la novela de Highsmith, perfectamente condensada en una adaptación “en clave haiku” –según palabras de Cate Blanchett también en la rueda de prensa–. A través de su estructura circular y de sus soterradas corrientes de amor, Carol brilla como una celebración del deseo y la libertad personal: dos pilares de la existencia humana que la película considera íntimamente ligadas.