Democrática en su título y en su espíritu, Todos queremos algo es una película oligárquica en su demografía, y casi dictatorial en su visión de la post-adolescencia (yanqui) como una exultante fiesta sin fin. A lo largo de los años, el cine de Richard Linklater se ha caracterizado por albergar en su interior una plétora de voces que han conformado el retrato expansivo de la “otra América”, como es el caso de Movida del 76, de la que este film es una suerte de secuela espiritual y al mismo tiempo una antítesis conceptual. Y es que todo lo que tenía la primera de retrato insurrecto y polifónico de la adolescencia –una meditación de lo que significa nadar a contracorriente–, Todos queremos algo lo tiene de asalto ratificador y monolítico sobre una juventud liberada –una celebración de lo que significa navegar con el viento a favor, que retumba como un redoble autoral–. Un aullido de libertad acorazado por el cine de género y propulsado por un inquebrantable humanismo. Una oda a los buenos tiempos pasados y por venir. Manu Yáñez

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