1. El año en que quisimos rebobinar (en la sala de cine): Mi película preferida de 2020 estaba destinada a entrar en la Historia. Y entró (o entrará, aunque probablemente por motivos inesperados). Tenet, de Christopher Nolan, llegó a nosotros después de la oscuridad del confinamiento, justo cuando empezábamos a respirar de nuevo, y cuando parecía que las salas de cine iban a obtener su esperado balón de oxígeno. Por el contrario, el decepcionante rendimiento del film en taquilla generó aciagos vaticinios sobre el futuro de las salas de cine. Por mi parte, sin compartir esta visión de la situación, sí que tuve la sensación (tanto en el primer contacto como en las dos posteriores revisiones) de estar asistiendo a algo cercano a la destrucción del mundo tal y como lo habíamos conocido. Cuando más se le necesitaba, Christopher Nolan decidió torpedear uno de los pilares de su estatus totémico en el seno de la industria cinematográfica: la complicidad con el “gran público”, o si se prefiere, su preocupación por que nadie fuera a perderse en la complejidad y sofisticación de sus juegos temporales. Tenía que pasar en 2020: ir a ver un film de Nolan y salir completamente aturdido de la sala, ese lugar en la que íbamos a dejar de hallar respuestas.

2. Zoom luminoso (en la Berlinale): En los casi diez años que llevo yendo al Festival de Berlín, siempre me ha acompañado un cielo encapotado, cubierto por un manto interminable de nubes amenazantes. El invierno en la capital alemana conjuga una serie de elementos climáticos que invitan a la depresión más profunda. Pero en este 2020 aciago, en los días previos a que el coronavirus llegara a nuestro continente, un rayo de luz rompió el panorama habitualmente desolador de la gran ciudad. En la sesión matutina del Berlinale Palast, algunos estábamos todavía quitándonos las legañas, cuando la pantalla empezó a gestar el milagro: una mujer salió de casa para hablar con su vecino, desagradable personaje que llamó a la puerta con una serie de quejas de convivencia bajo el brazo. Pero ella, firme y decidida ante este reto social, contestó con razones y argumentos irrebatibles, tanto, que al pobre hombre no le quedó otra que desaparecer de un encuadre que, a mitad de conversación, había sido discretamente invadido por un gato. La cámara, consciente de la intrusión, esperó a que los personajes se retiraran del plano para hacer aquello que le pedía el cuerpo: dedicar un zoom al felino. Y entonces, se desató la magia: alguien rió, y luego otro le siguió, y después otra estalló en una carcajada, y cuando quisimos darnos cuenta, las aproximadamente mil personas ahí congregadas nos hermanamos en una ovación que vino a confirmar, una vez más, la discreta grandeza del responsable de aquel momento. Aquello fue The Woman Who Ran, de Hong Sang-soo, otra demostración de la emoción incontrolable que se arraiga en los ejercicios cinematográficos más sencillos; más puros. Al salir, juro que el Sol brillaba en Berlín.

3. 2020, Last Days on Earth. Uno de los mayores ganchos de la última Berlinale era la presentación en sociedad del último trabajo de Abel Ferrara: Siberia, uno de los proyectos más ambiciosos en los que se hubiera embarcado jamás el cineasta neoyorquino. La primera proyección de dicho film, reservada a la prensa diaria, estuvo a la altura de las expectativas, convirtiéndose en una especie de performance que, desde el patio de butacas, ilustró a la perfección las sucias virtudes de este cine tan visceral. El detonante del incidente que marcó la sesión, cuando el film había superado el cuarto de hora de proyección, fue la ausencia de subtítulos en las líneas de diálogo asociadas a un personaje que presumiblemente hablaba ruso. En el poco tiempo transcurrido hasta entonces, Siberia ya había mostrado sobradamente sus credenciales extremas, lo cual, evidentemente, causó un malestar palpable entre algunos espectadores. Pero esa anomalía (¿voluntaria?) en el subtitulado actuó como un catalizador de malas vibraciones. Entre los que entendían al personaje interpretado por Willem Dafoe (cuando hablaba en ruso) y los que no se levantó un muro insalvable de reproches, que fue escalando en tensión y gravedad. Los que comprendían, lloraban de la risa. Los que no, increpaban a los primeros, porque no sabían si estos se reían “de” o “con” la película, porque no dejaban escuchar a los demás, porque molestaban… porque las aglomeraciones y la vida en sociedad (qué tiempos, aquellos) pueden ser así desagradables. Gritos, insultos y desbandada en masa de la sala. Porque aquello era insoportable, porque estábamos entrando en la terrorífica realidad de Abel Ferrara (lo descubriríamos unos meses después, en el Festival de Venecia, gracias a Sportin’ Life), quien mientras tanto sonreía y se dedicaba a tocar la guitarra (o la lira) viendo el mundo arder. Pocos artistas son capaces de generar estas energías con el público… porque a muy pocos artistas les importa tan poco lo que se diga de ellos.

4. La eterna inmensidad de Lev Landau. Una de las obsesiones que ha marcado mi cinefilia durante los últimos años ha sido DAU, el mega-proyecto con el que Ilya Khrzhanovskiy fue envolviendo su propia figura con un halo de misterio y leyenda. Lo que empezó con el anuncio de la producción de un biopic dedicado al científico Lev Landau, poco a poco fue degenerando en una versión real de Synecdoche, New York, debut en la dirección de Charlie Kaufman en el que un dramaturgo pretendía llevar a cabo una función teatral en un escenario que debía ser una réplica de Nueva York de tamaño natural. Contaba el mito que Khrzhanovskiy había construido y estaba gestionando “El Instituto”, un escenario gigante que reproducía la vida de una ciudad soviética de los años 50, en el que los actores y figurantes vivían, 24 horas al día, 7 días a la semana, acorde a las condiciones de aquella época y régimen. Era poquísima la información que se consiguió filtrar durante el tiempo que duró dicha producción (una década, aproximadamente), y cada artículo o entrevista que se lograba publicar al respecto, no hacía más que alimentar una serie de especulaciones que apuntaban a escenarios tan disparatados como el de la creación de una secta religiosa que giraría en torno al propio Ilya Khrzhanovskiy. Con esta delirante amalgama de sueños imposibles, acudí al estreno en la Berlinale de DAU. Natasha. Como suele ocurrir en estas ocasiones, latía con fuerza el miedo a que el resultado final no estuviera a la altura de las expectativas. Sin embargo, la revelación fue que, tras las dos horas y media de metraje, quedó la sensación de que todavía quedaba mucho por descubrir: una inmensidad, una infinidad. El visionado de una de las piezas del monstruo conocido como DAU (de un total que llega a la docena) no fue engullida por las expectativas, ni por la naturaleza extrema de sus imágenes y su puesta en escena, sino más bien por entender que a la hora ir desvelando el misterio, era imperativo seguir preservándolo. La ilusión por lo que está por venir permanece intacta.

5. Las múltiples vidas de un bretzel mexicano (D’A Film Festival online). El mundo se detuvo, pero el cine siguió. Supo aprovechar vías abiertas durante los últimos años para seguir presente en nuestra vida. Del mismo modo, siguieron los festivales, siguieron los podcasts, siguieron los artículos… e igualmente, nosotros pudimos hacer un seguimiento más concienzudo de aquellos títulos que, en su momento, nos causaron impresión, y que en la vorágine del mundo de antes, a lo mejor habrían caído en el olvido. En este sentido, una de las mejores experiencias que me llevo de este 2020 es no solo la del descubrimiento de My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang, sino también la de ver su posterior trayectoria: un ascenso meteórico hasta convertirse en una de las propuestas clave de la temporada. Este brillante ejercicio de found footage pasó por Gijón en 2019, después por Rotterdam… pero tuvo que calar en la edición online del D’A para consagrarse como un fenómeno que acabaría garantizándole su posterior distribución en salas de cine. Primero en las teles y ordenadores de nuestro hogar, después en la gran pantalla: el mundo al revés, una bonita fantasía de la que críticos y espectadores nos sentimos especialmente partícipes.

6. Un alto en el Lido (Mostra de Venecia). Las traumáticas circunstancias que han marcado 2020 han venido acompañadas por unos efectos secundarios de los que, al menos, pueden extraerse conclusiones positivas, o si se prefiere, lecciones con las que salir reforzados de cara al largo recorrido que aún nos queda por delante. No es el prólogo de un libro de auto-ayuda, lo prometo, es el resultado de una serie de revelaciones que he tenido durante esta temporada festivalera, y que en Venecia (cuya 77ª edición estuvo igualmente marcada por la depresión del coronavirus, es decir, por la ausencia flagrante de esa colección de títulos que por lo menos justificara el desplazamiento, previo negativo otorgado por un test PCR, claro está) se hicieron más evidentes que en ningún otro lugar. Desde que empecé a rondar por los festivales de cine, he visto este tipo de celebraciones como la canalización perfecta para mis pulsiones cinéfagas. Ver cinco, o seis, o siete (o más) películas al día durante casi dos semanas, para mí ha sido siempre la definición de la felicidad absoluta… Solo que a lo mejor no es necesario forzar tanto la máquina. A lo mejor no conviene ver 700 películas nuevas al año, a lo mejor debería relajarme y levantar el pie del acelerador. 2020 fue el año en el que, por desgracia, se nos obligó a parar… pero en el que, al menos en este alto forzoso, también pudimos respirar. De repente, los festivales tuvieron que reducir la programación (¿de verdad eran necesarias tantas películas en sus parrillas?) y procurar para que, entre sesión y sesión, tanto las salas como los cuerpos y cerebros de los asistentes se airearan. Fue en uno de estos descansos obligatorios entre película y película cuando lo vi claro. “Tengo que parar, no puedo mantener este ritmo… siento que si sigo así, voy a salir de esta isla odiando el cine”. Perdí en número total de visionados, pero gané en frescura mental (ese bien de lujo en nuestros tiempos), en conversaciones, en momentos para la reflexión… Me pareció un buen negocio.

7. Persona non grata (San Sebastián). La excitación de saber que estás presente en ese momento que, desgraciadamente, va a captar la atención mediática de un festival de cine, se compensa de forma negativa con el deseo de no querer estar ahí. 2020 ha sido un año que nos ha puesto a prueba a todos, y algunos lo han llevado mejor que otros. Pasado su ecuador, la 68ª edición de Zinemaldia sufrió la convulsión protagonizada por Eugène Green, quien acudió al certamen donostiarra para presentar Atarrabi et Mikelats, en el marco de la sección Zinemira… y quien decidió erigirse en villano de la función, no solo al negarse a llevar la mascarilla durante la proyección, sino también al tratar al personal de la sala como si fueran poco más que insectos a los que podía espantar agitando violentamente los brazos. El hombre, completamente desquiciado, llegó a empujar a una de las encargadas. Yo lo vi, estaba allí, a poco más de cuatro filas por detrás del lamentable espectáculo, tan asqueado, tan abatido por estar asistiendo en directo a la caída en desgracia pública de un cineasta querido. Solo quería que aquello terminara… o que mágicamente no quedara nunca grabado en mi memoria. Mientras, se estaba proyectando una película única en su especie (como todas las de Eugène Green), cuyos valores humanistas quedaban terriblemente eclipsados por la bochornosa performance de un artista claramente superado por las circunstancias. Pocas experiencias tan desagradables he vivido nunca en una sala de cine.

8. Génesis genial. Sucede muy pocas veces que un talento que previamente no estaba en el radar, acabe marcando un certamen del calibre de Zinemaldia. En Donostia, 2020 fue claramente el año Dea Kulumbegashvili, no solo porque Beginning, su ópera prima, “se apropiara” de prácticamente todo el palmarés con la friolera de cuatro premios (Concha de Oro incluida), sino porque supuso la entrada definitiva de una nueva estrella en el firmamento autoral. Recuerdo la proyección de Beginning no por las reacciones airadas de ciertos miembros de la crítica que, sin quererlo ellos, acabarían convirtiéndose en uno de los mejores reclamos publicitarios del año, sino por el efecto mágico de un flechazo que no se disolvió durante la proyección, sino que fue creciendo más y más, hasta llegar a un tramo final en el que casi tuve que contener esa risa nerviosa que no se me manifestaba desde que descubriera el cine de Teddy Williams con El auge del humano. La risa de no creer lo que ven mis ojos, de no alcanzar a procesar toda la información, de capitular ante el arrollador empuje de una fuerza que parece que me hablaba desde otra dimensión. Sucede muy pocas veces que, en medio de un festival, sales de una proyección y estás convencido de que, si por infortunios del destino, a la mañana siguiente tuvieras que volver a casa, no importaría demasiado, porque ya habrías visto todo lo que realmente importaba. Es el amor que se concreta a través de la pantalla.

9. Zoom tenebroso (Festival de Sitges). Una vez más, el Festival de Sitges se volvió a comportar como ese ser imprevisible, capaz de cogernos desprevenidos y golpearnos con esas decisiones en la programación destinadas a captar el espíritu del momento, no solo dentro de la burbuja festivalera, sino también con respecto a una industria cinematográfica obligada a avanzar y a mutar al ritmo frenético del presente. Cuando menos lo esperábamos, el cine Prado se llenó (teniendo en cuenta las restricciones de aforo de rigor, claro) para una sesión de la siempre estimulante sección Seven Chances. Los fans del terror se congregaron para ver ‘Host’, de Rob Savage, mediometraje de 57 minutos de duración que ya llegaba con la etiqueta de ser una de las propuestas de género más relevantes de la temporada. Más allá de comentar las virtudes de una cinta que cimenta buena parte de sus virtudes en un uso genial tanto del formato como de las circunstancias en las que queda encerrada su historia (a saber, un grupo de amigas deciden amenizar sus respectivos confinamientos por coronavirus con unas clases prácticas de espiritismo a través de una sesión de Zoom), lo que interesa aquí es la constatación, por parte de Sitges, de que los tiempos efectivamente están cambiando. Ahí estábamos, dando fe del cambio de modelo en la distribución y exhibición cinematográficas que se nos viene encima. Antes, y qué lejos parece esto, las grandes películas nacían en la gran pantalla y, con el tiempo, maduraban y se consolidaban en el hogar. Ahora, un título con la capacidad para marcar una temporada puede hacer la trayectoria en el sentido inverso. Host, de Rob Savage, fue concebida para ser consumida en el confinamiento hogareño, mediante la plataforma online Shudder… y meses después de este primer impacto, pudimos verla en una sala de cine, y confirmar así un coronamiento que, repito, debe servir también para vislumbrar el recorrido que muy seguramente aguarda a los títulos relevantes del futuro.

10. Llamadas perdidas y encontradas del mundo de mañana (de nuevo en casa): Al margen de los planes de los festivales y de la voluntad de los nuevos titanes de la distribución fílmica, el maestro Don Hertzfeldt decidió volver a dar señales de vida. World of Tomorrow. Episode Three: The Absent Destinations of David Prime apareció de repente en la plataforma Vimeo, bajo la modalidad On Demand, y cuando creíamos que a estas alturas de finales del año el cine ya había dicho todo lo que tenía que decir, tuvimos que lanzarnos a una nueva odisea en el espacio (y el tiempo). Con estos nuevos 34 minutos de animación tradicional y renderizada por ordenador, la serie World of Tomorrow (¿o largometraje en proceso de construcción?) llegó a los tres episodios, casi a la hora total de duración… y con esto, confirmó la promesa de un universo en permanente expansión. Porque los límites en las obras de Don Hertzfeldt los marca una de las mentes y sensibilidades más vibrantes del panorama cinematográfico mundial. En esta ocasión, la Emily del futuro volvió a llamar al pasado, pero no para hablar con la Emily primigenia (como sucedía en los dos primeros episodios) sino para establecer contacto con una versión de David, el portador del ADN y la conciencia de un clon aún por hacer… y que en algún momento estaría destinado a convertirse en el amor de su vida. Así empieza una aventura increíble, en la que las piruetas narrativas imposibles y el humor característico de Hertzfeldt se afinan y sofistican más y más, con el propósito de seguir desnudando la condición humana. Un Big Bang cinematográfico; una partícula de poco más de media hora de duración en la que parece que vaya a caber toda la eternidad, todos los estados emocionales… toda la verdad. Bastaron treinta minutos de World of Tomorrow para estar pensando en sus reflexiones durante semanas… y seguramente durante los años que están por venir.