(Imagen de cabecera: The Green Knight)

La temporada cinematográfica da sus últimos bandazos; o sea, que ya tengo puestos mis pensamientos en la siguiente. Esto es una rueda que nunca se detiene y, por supuesto, hay quien con mucha razón ve este ciclo eterno como una especie de maldición, como un vía crucis asumido por un Sísifo cinéfilo. Mientras escribo estas líneas, un hemisferio de mi cerebro va familiarizándose con los primeros anuncios de la edición de 2022 del Festival de Sundance. El ejercicio resulta extenuante, pero esta pasión se ve reforzada por los recuerdos aún candentes de un año que, a mi entender, a estado a la altura de nuestras urgentes expectativas. Antes de que la rueda siga con su imparable avance, me tomo un respiro para rescatar los momentos y los títulos más definitorios del año en que, para fortuna de unos y desgracia de otros, se confirmó el efecto cuello de botella que nos dejó el estallido de la pandemia en 2020.

Porque en 2021 llegaron, por fin, todas aquellas películas por las que ya hacía al menos un año que suspirábamos. Y, por supuesto, fue maravilloso. De hecho, el que bien podría ser mi film favorito de este curso parecía haber sido concebido con este insoportable tiempo de espera en mente. En el trailer de The Green Knight, de David Lowery, la cabeza cercenada del personaje del título (que solo podía ser interpretado por Ralph Ineson) miraba a la cámara y declaraba: “Nos veremos en un año”. Momentos antes, Dev Patel, caracterizado como Sir Gawain (en un trabajo actoral inmenso), defendía que no tenía ninguna historia que contar. “Aún…”, le corregiría Kate Dickie, muy en su salsa en la piel de la Reina Ginebra, “Aún no tienes ninguna historia que contar”. Más adelante, descubrimos que Lowery aprovechó el confinamiento para encerrarse en la sala de montaje, para pelearse con los efectos visuales, para recortar varias escenas, para cambiar el orden de incontables fotogramas… y acabar encontrando una historia que le encumbraría, una vez más, como gran poeta del tiempo, ese ser fantástico que todo lo devora y ante el que todos pereceremos.

“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”.

Mucho antes, casi al principio de la temporada, encontré la única película capaz de discutirle la corona a The Green Knight. En la extraña 71ª edición de la Berlinale (relegada a un online que, por si no fuera todo lo suficientemente raro, nos privó de la posibilidad de ver algunas de sus películas más apetecibles, como Fabian: Going to the Dogs, de Dominik Graf; o The Beta Test, de Jim Cummings y PJ McCabe), brilló con luz propia uno de los MVPs de la temporada: Alexandre Koberidze, protagonista de Bloodsukers – A Marxist Vampire Comedy, de Julian Radlmaier, pero sobre todo, guionista, editor y director de ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, mi gran flechazo cinéfilo de 2021. La providencia quiso que descubriera esta película en el tiempo de juego de una de las últimas grandes noches de Leo Messi con la camiseta del Barça. Y qué rápido cambia la vida. En un Camp Nou tan vacío como el Berlinale Palast, el Sevilla caía derrotado, tras una agónica prórroga, en las semifinales de la Copa del Rey, allanando el que sería el último título (como jugador) de Nuestro Señor de Rosario con la camiseta azulgrana. Mientras, en la pantalla de mi ordenador, la idílica ciudad georgiana de Kutaisi se sumaba al culto del 10, y se convertía en el punto de encuentro de un futbolista y una farmacéutica. Y de una panda de perros callejeros, y de unos chavales que se iban de fiesta, y de un grupo de cineastas que no se sabía si iban a hacer un documental o una película fantástica.

Conviene recordar que, poco antes de la Berlinale, en Sundance, Theo Anthony dio un salto cualitativo que se podía intuir en sus anteriores trabajos: una filmografía que, en compañía de ratas y “halcones” (Rat Film y Subject to Review), insinuaba el talento de un documentalista portentoso. Ahora, con All Light, Everywhere, Anthony fue empalmando reflexiones y revelaciones (todo empezó con el descubrimiento de que la empresa líder en la fabricación de cámaras corporales policiales es la misma que provee de las pistolas Taser a los cuerpos de seguridad) para ir adentrándose en un “efecto madriguera” aterrador, del que resulta imposible escapar. De los dilemas morales provocados por las acciones de los agentes de la ley pasamos a quemarnos la retina con eclipses solares, y también a comprobar la eternidad que cabe en treinta segundos de silencio. Un festín de reflexiones incisivas que iluminan las verdades y mentiras que hay detrás de cada imagen.

“Drive My Car”.

Y, de repente, estábamos en Cannes, festival que reafirmo su estatus con un poker de títulos memorables. El primero de ellos, muy en la línea de Theo Anthony, se sustentó en un brillante juego con la naturaleza del audiovisual. Fuera de Competición, vimos In Front of Your Face, del maestro Hong Sang-soo, otro breve largo en el que, en la línea de The Woman Who Ran, el mundo femenino se presenta como un remanso de paz amenazado por la indecencia de los hombres. Antes de que pudiéramos digerir lo de Hong, apareció Ryusuke Hamaguchi. El autor japonés, que ya venía de causar sensación en la Berlinale con Wheel of Fortune and Fantasy, se guardó su mejor baza para el mejor certamen. Drive My Car, adaptación de un relato de Haruki Murakami, son tres horas de cine pulcro, perfecto en cada gesto: un recital en la gestión del tempo y del hilo narrativo, en el trabajo con los actores, en la escritura, en el uso del lenguaje cinematográfico. La tripleta de maestros asiáticos la completó el tailandés Apichatpong Weerasethakul, quien junto a Tilda Swinton nos regaló Memoria, una odisea auditiva a través de la inmensidad del tiempo. La descubrimos ya en la recta final del festival, y esa misma noche, junto a Manu Yáñez, reunimos las pocas fuerzas y poquísimas neuronas activas que nos quedaban para dedicarle el podcast festivalero más épico de nuestro de momento breve-pero-intenso recorrido. Más de una hora (literal) nos pasamos hablando de esta película: agonizando pero vibrando. Tenía que ser así; así tenía que cuajar mi recuerdo cinéfilo favorito de 2021.

Pero es que ni así pudimos descansar en la Croisette. Todavía faltaba por llegar The Souvenir. Part II, de Joanna Hogg, la película que me hizo entender que la excelente The Souvenir (la antecesora) solo existía para que pudiera existir esta desbordante secuela. La cineasta británica siguió reescribiendo su autobiografía, suerte de memorial de cristal, de infinitos reflejos rebotados por estructuras de belleza quebradiza. Pocas películas han debido aprovechar tan bien como esta los juegos metafílmicos y, por ende, pocas habrán llegado a desnudar, con tanto sentido (y sensibilidad) las motivaciones detrás de ese cine de autor que, de tanto mirarse al espejo, consigue que a nosotros no nos quede otra que hacer exactamente lo mismo.

Ya superado el Tourmalet de Cannes, vino inmediatamente después Locarno (cosas de un calendario loco, inevitablemente afectado por la crisis del Coronavirus), donde aguardaba, después de un trabajo de más de treinta años, el Mad God, de Phil Tippett, un stop-motion demencial. Una animación que olía a realidad, por mucho que cada una de sus imágenes y sonidos invocados provinieran de otra dimensión. El ciclo de la vida (y de la muerte) convertido en círculo infernal: la película no llegó ni a la hora y media de metraje, pero fue como dejarse arrollar por la inmensa eternidad del cosmos. Génesis y Apocalipsis separados por solo un par de fotogramas: parecía una locura, pero en realidad no era más que la clarividente disección del (sin)sentido de todo lo que nos rodea. ¿Por qué nacemos? ¿Por qué morimos? ¿Por qué preguntamos “por qué”?

Y así llegué a San Sebastián, donde esperaba la última joya de la temporada: Quién lo impide, de Jonás Trueba, otra película que convertía las preguntas en respuestas, esto sí, de manera mucho más luminosa. Esta estimulante mezcla de géneros a partir de la no-ficción se construyó a partir del seguimiento, durante un lustro, de las vidas de un grupo de jóvenes estudiantes que miraban al futuro con el arrojo de quien sabe que tiene en sus manos el don de la transformación. Fueron casi cuatro horas en una sala de proyecciones, con intermedios, por supuesto, y con todos los desvíos y volantazos que nos recordarían que el cine puede moverse como la criatura más curiosa, abierta a un mundo que, no cabe duda, tiene que ser fuertemente agitado para que pueda seguir avanzando.

Y aquí me detengo, de momento, en la novena película favorita de un año excepcional al que todavía le queda un día de vida. Un año en el que empezamos a recuperarnos de la cuarentena; aquel en el que el cine (desde los festivales, las salas comerciales y las pantallas domésticas) nos animó a levantarnos. Y la rueda sigue girando: Sundance vuelve a estar a la vuelta de la esquina, y también Rotterdam, y también Clermont-Ferrand, y también Berlín… No hay razón para parar.