Violeta Kovacsics

Vida vaquera se abre con una serie de fotografías antiguas. Vemos campesinos. Vacas. Campo. Todo en blanco y negro. Entre cada una de las fotos, se intercala un fragmento de Jovellanos de finales del siglo XVIII, en torno a la vida de los vaqueros. Este arranque funciona a modo de prólogo de una película que consta de otros tres episodios: el trabajo de los vaqueros con el ganado, en lo alto de las montañas asturianas, cuando el verano permite vivir allí arriba; la bajada, para resguardarse del frío; y, finalmente, un epílogo, en el que una mujer cuenta cómo era la vida de los vaqueros antes, cuando no tenían camiones para el traslado, cuando viajaban con mulas y sin grandes pertenencias. Así, el grueso de la película es un balanceo entre dos tiempos, el retrato de unos vaqueros que, en cierta manera, siguen siendo figuras del pasado, pero que revelan a su vez los progresos de la vida campesina.

Las películas de Bande funcionan en dos niveles. Primero, en el de una puesta en escena que refuerza el tempo real, que reafirma la apuesta por un discurso que nace de la observación. Segundo, en un plano intelectual. De carácter eminentemente antropológico, Vida vaquera, que se ha presentado en las Nuevas Olas del Festival de Sevilla, no es tan distinta al díptico de Bande en torno a los fugaos de la Guerra Civil Española, formado por Equí y n’otru tiempu y El nome de los árboles, donde el cineasta asturiano ahondaba en los huecos y la fragilidad de la memoria histórica. Es decir, que en Vida vaquera, tras la contemplación, llega la tesis, que aquí tiene que ver con el tiempo, con una serie de costumbres que existieron y que ahora son una excepción. De nuevo, y como en sus anteriores películas, Bande elabora un discurso en torno a la memoria: preserva a través del cine algo que hunde su ancla en el pasado y que está a punto de desaparecer.

Bande opta, extrañamente, por no mostrar la vida de los vaqueros más allá de su trabajo (como si la esfera íntima no estuviese marcada por este espíritu migratorio de los vaqueros). Sin embargo, logra revelar algo más difícil de aprehender: el tiempo, que está en la esencia de Vida vaquera. Amante del plano fijo, Bande planta la cámara ante el nacimiento asistido de un ternero, ante una mujer que da un biberón a la cría de la vaca, ante un hombre que distribuye el pasto para el ganado. Ese es un tiempo esencialmente pasado, que ya no es nuestro, en el que cada acción se alarga, sin interrupciones, sin el desbarajuste que a veces provoca la tecnología y el ajetreo de la vida moderna.

pasaia_bitartean

Presentada en las Resistencias del Festival de Sevilla, Pasaia Bitartean, el breve largometraje de debut de Irati Gorostidi, comienza con las vistas de Pasaia, un pueblo costero cercano a San Sebastián. Son lugares hermosos, de casas que se levantan sobre el mar. Vemos, también, un barco que, con dos turistas, se acerca a la orilla. La postal da paso enseguida a un paisaje absolutamente distinto, industrial, de grandes maquinarias y de bloques de pisos. Como el filme de Bande, Pasaia Bitartean trabaja sobre el paso del tiempo, sobre el cambio en las costumbres y sobre las huellas del progreso. Y, como Vida vaquera, lo hace a través de la contemplación, de un testimonio y del juego entre la palabra y la imagen. En el ecuador de la película, Gorostidi sube la cámara a un barco y puntúa el vaivén de las olas con planos en negro, mientras una voz en off evoca ese paisaje cambiante del norte español.