Por Víctor Esquirol (D’A Film Festival Barcelona)

DIANE. Kent Jones. 95 minutos. Estados Unidos (2018). Con Mary Kay Place, Jake Lacy, Estelle Parsons.

En su notable debut en la dirección de ficciones, Kent Jones –renombrado crítico, documentalista y director del New York Film Festival– se aproxima a las angustias de una persona al límite de sus energías, una mujer, Diane (Mary Kay Place), que dejó de vivir hace tiempo, demasiado ocupada en complacer a sus seres queridos. Una persona que busca refugio en los demás para no tener que afrontar el ejercicio más difícil: afrontar los propios fantasmas. En el frío invierno del oeste de Massachusetts, Diane se lanza a la carretera. Porque conducir forma parte de la textura emocional de esa geografía, pero también para mirar hacia fuera y no tener que mirar hacia dentro. La propia película parece hacer lo mismo, transitando de forma extraña entre el drama y la comedia. Los cortes bruscos van dejando paso a los fundidos, y éstos a las imágenes superpuestas, una difuminación que trasciende lo visual. Jones pasa de la no-ficción a una ficción que podría haber firmado Kenneth Lonergan: el estudio de un sentimiento de culpa en plena metástasis por la mala gestión a través de los años.

Llegado el momento, en Diane los interiores y exteriores se confunden; el ayer y el ahora también. Los muertos resucitan y la cámara parece quedarse sin energías. Antes parpadeaba, ahora cede ante el peso insostenible de los párpados. Jones pasa de lo letárgico a lo onírico, y después, a lo lisérgico. No por mero lucimiento estético, sino para convertir la esencia social del drama en desgarro íntimo. Este proyecto, al fin y al cabo, está confesadamente condicionado por la pérdida de la madre del director y guionista. La muerte, ya sea por activa o por pasiva; ya sea dentro o fuera de campo, impregna cada situación… y magnifica sus efectos, merced a un ejercicio de traumática introspección psicológica.

FAMILIA SUMERGIDA. María Alché. Argentina, Noruega, Alemania, Brasil (2018). 91 minutos. Con Mercedes Morán, Marcelo Subiotto, Esteban Bigliardi.

El primer largometraje de María Alché, la protagonista de La niña santa, apela a un cierto cine de la desintegración. Tras la muerte de su hermana, la protagonista de esta historia (Mercedes Morán) siente cómo se va destruyendo su universo interior… y también el exterior. Moviéndose constantemente entre la claustrofobia y la agorafobia más insufribles, esta musa de Lucrecia Martel se acerca, a las primeras de cambio, a la categoría de maestra. Su carta de presentación es un pesadillesco ejercicio de impresionismo sostenido a lo largo de hora y media, al final de la cual el contagio es absoluto. El malestar del personaje central, encerrado (o sumergido) en una ingente masa de aire viciado, se transfiere al observador.

Un tropel de personajes fuera de lugar interactúan a través de mecanismos que escapan a nuestra comprensión. Pedirle sentido al asunto carece, precisamente, de sentido. Una reacción excesiva, una broma que cuaja a pesar de su mal gusto… ésta no es nuestra familia, está claro. Pero, al parecer, tampoco es la de una mujer que siente que no pertenece a ningún sitio. Se estrechan las paredes del hogar y las cortinas del salón se convierten en telarañas que apresan y asfixian. En algún rincón de la casa, el último Darren Aronofsky aplaude mientras sigue tocando la lira. La depresión que surge de la muerte de un ser querido es gestionada de la peor de las maneras por parte de los supervivientes. El día a día pierde la noción del tiempo (y del espacio) y deviene una carrera insufrible, de meta inalcanzable… a no ser que antes se haya aceptado la demencia como único modo de desencriptar la realidad. 

SOPHIA ANTIPOLIS. Virgil Vernier. 98 minutos. Francia (2018). Con Dewy Kunetz, Sandra Poitoux, Hugues Njiba-Mukuna.

Sophia Antipolis, el nuevo trabajo de Virgil Vernier, deja entrever su bendita locura en el primer cambio de escenario. La acción parece estar confinada entre las estrechas paredes de la consulta de un cirujano plástico, pero al cuarto corte respiramos las brisas mediterráneas de la Côte d’Azur. Ahí una joven viuda está a punto de recibir la vista de una chica que, al poco rato, le propone tomar parte en una serie de sesiones de hipnosis en grupo. Y así queda el espectador, abducido por el imprevisible devenir de los sucesos montados por Vernier. Este joven director se ríe a carcajada limpia (y desesperada) del atrofiado sentido de asociación del personal, y hace de la dispersión su instrumento favorito para la disección.

Una adolescente que quiere operarse los pechos da paso a un joven vigilante de noche que, sin saber muy bien por qué, decide alistarse a una patrulla de vecinos por lo menos sospechosos… La narración se mueve por contagio; por transmisión vírica en el aire, dominado éste por una nebulosa conceptual. Por un ruido en el que se congregan imágenes y pensamientos que parecen querer dar la bienvenida a un Apocalipsis con epicentro, cómo no, en Cannes. Las reflexiones surgen como los fantasmas aborígenes del Warwick Thornton de The Darkside, y un espíritu de violencia hanekiana (al más puro estilo de 71 fragmentos de una cronología del azar) invade cada mirada, cada frase, cada relación. Al final, queda un rompecabezas para perder la cabeza, lleno de agujeros a través de los cuales se filtra la luz cegadora de un sol paradójicamente revelador, bajo el cual arde un pacto social en busca de cualquier excusa para degenerar en sangre.