Programación completa del D’A Film Festival Barcelona 2021

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MALMKROG. Cristi Puiu. 201 minutos. Rumanía, Serbia, Suiza, Suecia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia (2020). Con Frédéric Schulz-Richard, Agathe Bosch, Marina Palii. Sección Talents.

Europa es una noción, una idea. Es cultura y, como tal, debe ir de la mano del humanismo, insiste uno de los comensales de la cena que cierra la larga jornada en la que se instala Malmkrog del rumano Cristi Puiu. Si en Sieranevada, un angosto apartamento acogía a una serie de personajes que departían en torno al terrorismo islámico, el régimen de Ceausescu y las más diversas cuestiones relativas a la Historia y la actualidad, en Malmkrog, el escenario vuelve a perfilar una cierta reclusión, aunque ahora el espacio es más amplio. En un gran caserón sobre las faldas nevadas de una montaña, tres mujeres y dos hombres de clase alta charlan sin cesar sobre el bien y el mal, la guerra, Dios, Europa… Puiu se apoya en los textos del filósofo Vladimir Sololyov para enarbolar una cinta que rebasa las tres horas y sitúa la palabra en un lugar central de la representación. En el primero de los seis capítulos que conforman el film, una de las mujeres lee una carta escrita por un general que se muestra convencido de haber hecho el bien tras aniquilar a sus enemigos, pues estos, se justifica, eran unos bárbaros. Puiu filma la lectura de la carta con un plano general, en el que por momentos la mujer que transmite el discurso queda escondida, en fuera de campo. Presencias y desapariciones de una película que, marcada por un aura de impureza teatral, se asienta sobre los cimientos de la modernidad fílmica.

En Sieranevada, la cámara se movía por la estrechura del espacio escénico a lo largo de casi tres horas. El dispositivo era de una complejidad enorme, pues los largos planos obligaban a la cámara y los actores a medir cada movimiento. En Malmkrog, hay de nuevo momentos coreográficos, en los que el músculo teórico de los diálogo se desparrama mientras los personajes se desplazan por las estancias. ¿Podemos separar la razón de la conciencia?, se pregunta la joven y devota Olga. ¿Cómo sabemos que aquel al que obedecemos es bueno? El verbo ocupa un lugar privilegiado, pero no se trata de una cháchara banal, sino de discursos elocuentes, grandilocuentes. De fondo, resuena otra disyuntiva, la que se debate entre lo que se dice y lo que se calla, o entre lo que, en cine, se explicita mediante el diálogo y lo que se articula a través de la imagen.

La aridez y opacidad de Malmkrog no emergen únicamente de los discursos y discusiones que plantean los personajes. Hacia la mitad de la película, un desconcertante estallido de violencia rompe la tranquilidad del lugar. Mientras cenan, Olga desaparece momentáneamente. Primero se escuchan unas desorganizadas notas al piano. Luego alguien que corre. Los comensales llaman al servicio con la campanilla, pero nadie llega. Algo ha sucedido. El desconcierto sigue ahí cuando en el siguiente episodio aparecen todos de nuevo, y siguen hablando como si nada, aunque ahora ya es de noche y los personajes han pasado a teorizar sobre la resurrección. El paso del tiempo ha caído sobre ellos. Quizá, tras el desconcertante episodio del estallido de violencia y la puntual desaparición de Olga, la realidad ha cedido a otra cosa y la casa radica ahora en una dimensión fantástica.

Malmkrog se sitúa a finales del siglo XIX, antes de que, ya en el XX, la violencia hiciese tambalear esa Europa de la que tanto hablan los personajes. En La regla del juego de Jean Renoir, en el espacio de un caserón, un grupo de burgueses y sus sirvientes jugaban hasta que la violencia se colaba como un presagio de lo que estaba por llegar en Europa. La película de Puiu también plantea el principio de una desintegración, del continente, de la humanidad, pero también de una clase ensimismada. Hacia el final, entre disertaciones sobre la resurrección, sus personajes parecen fantasmas de un tiempo pasado, como “los muertos” a los que se referían James Joyce y John Huston en Dublineses/The Dead, otra pieza de cámara sobre las clases altas y el crepúsculo vital. Violeta Kovacsics

DAU. NATASHA. Ilya Khrzhanovsky. 138 minutos. Alemania, Ucrania, Reino Unido, Rusia (2020). Con Natalia Berezhnaya, Olga Shkabarnya, Vladimir Azhippo. Sección Especials.

Para realizar el proyecto conocido como Dau, un experimento cinematográfico pantagruélico, el cineasta ruso Ilya Khrzhanovsky rodó 700 horas de película en 35mm, grabó 8000 horas de diálogo, editó entre 13 y 15 películas y utilizó 10.000 extras y 400 personajes principales. Así, Dau. Natasha se nos presenta como la punta de un iceberg fílmico insondable, un mega-proyecto ambientado en la Unión Soviética y centrado en la figura de Lev Davídovich Landáu, ganador del Premio Nobel de Física en el año 1962, hombre ya de por sí rodeado de inquietantes incógnitas. Con esta premisa en mente, nos adentramos en DAU. Natasha, cuyas escenas se desarrollan principalmente en una cantina, punto de encuentro entre obreros, funcionarios y, por supuesto, científicos, aunque aquí los laboratorios y experimentos ocupan un discreto (e inquietante) segundo plano. De hecho, el ámbito científico parece casi una excusa para presentar a un personaje clave en la vida de la Natasha del título: camarera y regente de la cantina. La carta elegida por Khrzhanovsky para presentar el universo de DAU no es más que un pequeño, insignificante, satélite en el universo planetario de la ficción histórica.

En Dau. Natasha, nos asomamos al abismo de la mano de los gestos más reconocibles del cine de la crueldad. La intensidad, elevada hasta niveles que van mucho más allá del simple exceso, corre a cargo de unos planos de seguimiento nerviosos y febriles, y un montaje frenético que ahonda en una violencia omnipresente. Después de una intensa jornada laboral, Natasha se queda recogiendo la cantina junto a otra camarera que supuestamente está a sus órdenes. Ocurre que la segunda opina que ya ha trabajado suficiente, de modo que intenta irse a casa incumpliendo con sus responsabilidades profesionales. A partir de esta nimiedad, se origina una lucha entre ambas que, de hecho, marcará la tónica en todo lo que está por venir. A partir de un pequeño grano de arena, se origina una montaña de proporciones, efectivamente, colosales.

Khrzhanovsky lleva los cuerpos al límite de manera similar al último Abdellatif Kechiche, empalmando opulentas performances disfrazadas de riñas hogareñas, fiestas de celebración o visitas inesperadas de los servicios secretos. Todo está guionizado pero plasmado con tal crudeza que parece que los actores se emborrachan, copulan y se maltratan de verdad. En los sucesivos clímax, incluso parece que cargar con la cámara sea una tortura para el operador. La violencia se extiende por todas partes, alimentada por la ejecución cinematográfica. DAU. Natasha es, al fin y al cabo, un estudio de los mecanismos que emplean los regímenes totalitarios para vampirizar las relaciones humanas. El perverso juego que propone el film consiste en ver quién está encima, y quién es aplastado debajo. El vencedor, por cierto, es siempre quien consigue anular a su “rival”, quien le priva de su condición humana, convirtiéndolo en otro bulto dentro de la masa sumisa. El espectador capaz de mantener la mirada fija en la pantalla descubrirá uno de esos objetos fílmicos que aparecen una vez en la vida. Primera pantalla superada, toca seguir explorando; toca seguir perdiéndose en DAU. Víctor Esquirol

MAMÁ, MAMÁ, MAMÁ. Sol Berruezo Pichon-Rivière. 64 minutos. Argentina (2020). Con Agustina Milstein, Chloé Cherchyk Camila Zolezzi, Matilde Creimer Chiabrando, Siumara Castillo. Sección Talents.

No hay grandes impactos ni revelaciones en Mamá, mamá, mamá, debut en el largometraje de la joven (21 años cuando ganó el concurso de óperas primas del INCAA en 2017, 25 ahora) Sol Berruezo Pichon-Rivière. El suyo es un cine sensorial, de climas, de detalles, de estados de ánimo, que continúa los pasos de una camada de realizadoras que la han precedido e influido: Lucrecia Martel, Celina Murga, Milagros Mumenthaler, María Alché y siguen las firmas. Esa introducción no significa que, como algunos detractores de este tipo de cine suelen cuestionar, en Mamá, mamá, mamá “no pase nada” y se quede en la mera contemplación. En el film se construye un universo (pequeño, cerrado, autosuficiente) en el que se analizan las inseguridades, las relaciones, los códigos y las búsquedas de niñas y adolescentes durante una jornada de verano.

Pese al calor, los mosquitos y el incesante ruido del ventilador, la piscina parece vedada para Cleo (Agustina Milstein) y sus primas Nerina (Chloé Cherchyk), Manuela (Camila Zolezzi) y Leoncia (Matilde Creimer Chiabrando). Es que Cleo, a sus 12 años, afronta como puede (sin demasiada contención de los adultos) la reciente pérdida de su hermana, que se ha ahogado en un estanque. Presente en lo físico pero al mismo tiempo ausente por su angustia, Cleo vomitará, tendrá su primera menstruación en un ambiente donde impera la confusión y cierto caos. Sí, Mamá, mamá, mamá es un relato de iniciación, pero también de duelo y de construcción de la identidad. Habrá un funeral imaginario, conejos que deambulan, besos imaginarios, coreografías infantiles a partir de canciones favoritas y adultos (tía, madre, abuela) que están ocasionalmente y siempre en un segundo plano. Porque lo que a la guionista y directora le interesa es ese mundo tan contradictorio, desconcertante e inasible de la pubertad. Con esos sutiles elementos está concebida esta austera, modesta (dura 59 minutos sin los créditos finales) pero valiosa carta de presentación de Sol Berruezo Pichon-Rivière. Diego Batlle