Tras revolucionar la (muy) anquilosada cinefilía de finales de los noventa con La humanidad (1999) a su paso por el Festival de Cannes con premio incluido –un paso no exento de polémica, como buena revolución que se precie–, Dumont continúo en la línea dura de su filosofía narrativa con esta película que, si se podía, puso el listón de la exigencia un poco más alto. Y lo hizo sin abandonar ese lenguaje explícito, el mismo que rompió los esquemas de la crítica más tradicional cuatro años antes, que incluye un acercamiento particular a los cuerpos y al sexo, pero también una forma de exigir al espectador ante una narración tan desoladora como lo puede ser el desierto de Mojave en Estados Unidos en el que transcurre el film. Por allí, sin buscar huellas, y sin rumbo fijo, transitan una pareja de jóvenes (¿enamorados?) que buscan la localización perfecta para una sesión de fotos. La incomunicación (Antonioni, cómo no) se funde con una extrañeza que sólo son capaces de tocar con el objetivo de su cámara directores personales como Dumont. Si no es una de sus mejores películas, sí es una de las que esconde más claves de su reivindicable filmografía que, por cierto, se encuentra en constante y sana expansión. Fernando Bernal

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