Gerard Casau

Para quien esto escribe, la mejor (o, cuanto menos, la más bella) película que se vio en Cannes en 2015 fue Visita, ou memórias e confissoes, el breve film que Manoel de Oliveira filmó en 1982 pero dejó guardado hasta después de su muerte. Ese recorrido subjetivo y emocionante por la casa en la que el cineasta portugués pasó buena parte de su vida abría la puerta al que está siendo el motivo central de muchos de los films que se proyectarían en el festival al año siguiente: el hogar.

Desde el piso abarrotado de Sieranevada a la mansión de Agassi que combina arquitectura británica y japonesa, pasando por el hogar de niñez convertido en museo de la memoria materna en Fai bei sogni, Cannes se ha visto invadido por multitud de historias que se desarrollan casi exclusivamente en estos espacios de (teórica) intimidad, o que tratan acerca de la importancia de tener un lugar en el que quedarse y encontrar algo de paz cerrando la puerta al mundo exterior. Es el caso, por ejemplo, de dos de los últimos títulos que se han presentado en la Sección Oficial: Loving, de Jeff Nichols, y Aquarius, de Kleber Mendonça Filho.

Loving está basada en una historia real, cuya resolución en los tribunales modificó la Constitución estadounidense: Richard Loving (Joel Edgerton) es blanco, y su mujer Mildred (Ruth Negga), negra. Desde pequeños, la cotidianidad les ha acostumbrado a no verse como razas distintas, sino simplemente como personas. El gran deseo de él es construir una casa para vivir con su mujer y con los hijos que esperan tener. Esa ilusión por erigir materialmente un hogar (de la que Joachim Lafosse mostraba su amargo desenlace en L’Économie du couple) le lleva a comprar un terreno en medio del campo, pero cuando está listo para colocar el primer ladrillo, la realidad se encarga de recordarle que, en la América de los años cincuenta, un matrimonio interracial es visto como algo ofensivo y punible.

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Este material dramático, serio y delicado, posiblemente coloque definitivamente a Jeff Nichols bajo las luces del mainstream hollywoodiense, además de confirmarlo como valedor de cierta visión contemporánea del clasicismo cinematográfico, para la cual las bases no están tanto en la época dorada de los grandes estudios como en el aliento narrativo de determinados exponentes del Nuevo Hollywood, con Steven Spielberg a la cabeza. Se ha dicho en repetidas ocasiones que Nichols es hijo espiritual del autor de Tiburón (algo que el mismo director parecería haber querido explicitar con la reciente Midnight Special, que este crítico todavía no ha tenido ocasión de ver), pero resulta curioso comprobar que, mientras Spielberg realizó una decena de películas antes de pergeñar su primer trabajo seriamente “oscarizable” (El color purpura), su discípulo ha llegado a un punto similar (si bien mucho menos central en lo que a la industria se refiere) con la mitad de títulos. A lo mejor es debido al hecho de que hoy todo se mueve más deprisa, incluyendo los ciclos de vida autorales.

Con todo, Nichols se reserva cierta dosis de inconformismo a la hora de manipular la “carne de Oscar” que es la materia prima de Loving. La contención de la que hacían gala sus trabajos previos llega aquí a un punto extremo, como si el director hubiera erradicado cualquier efectismo dramático que sirviera para meterse al público en el bolsillo. Nadie alza la voz en la película: ni sus protagonistas, que son conscientes de estar quebrantando la ley y, en consecuencia, aceptan la condena que los destierra del Estado en el que vivían; ni sus antipáticos perseguidores, que hacen evidente el disgusto sin salirse de su registro de meros funcionarios. El gesto es loable, pero Nichols no acompaña esta aversión al lagrimal de ninguna otra idea disconforme (exceptuando, quizá, la de que los abogados defensores de la pareja están más interesados en el gran esquema de la Ley que en el caso concreto del matrimonio), por lo que Loving se acaba cerrando, sencillamente, como una entrada particularmente tímida en esa larga lista de producciones fílmicas que disfrutan recordando cómo Estados Unidos logró superar sus puntos negros pasados, ignorando aquellos que afean su presente. Un ejemplo anecdótico, pero muy significativo de su corrección política: Richard y Mildred Loving fueron objeto de una sesión fotográfica para la revista Life, y una de sus instantáneas más icónicas aparece en los créditos finales de la película. La estampa real y la de ficción resultan prácticamente idénticas, a excepción de un detalle. La auténtica Mildred sostenía en los dedos un cigarrillo, que se ausenta de los de la actriz que la interpreta en la gran pantalla.

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Posiblemente, lo que echemos de menos en Loving es que su higiene emocional acabe apartando cualquier grito de protesta ante lo intolerable. Un golpe sobre la mesa que sí está presente en Aquarius por vía de Clara, su resolutiva protagonista, que Sonia Braga encarna con la fiereza de quien sabe estar arrancándose de la piel muchos años de mal cine. Clara es una mujer que vivió la experiencia más dura de su vida siendo todavía joven, cuando le extirparon un pecho a los treinta años. Tras el cáncer, cualquier otra guerra parece chica, incluyendo la que, varias décadas después, la enfrenta a la empresa que quiere derruir el inmueble en el que vive, y del que es la única inquilina, para construir un nuevo edificio. Seguramente, Clara podría irse a otro lugar de Recife pero, sencillamente, no quiere. Porque no tiene ninguna necesidad de ello, y porque esa es la casa donde reside su historia. Renunciar a ese piso sería, para ella, sustituir el hogar por un vacío.

Con estos mimbres, Aquarius podría ser simplemente un film social de tesis y plagado de tics. Pero resulta tremendamente estimulante porque Kleber Mendonça Filho no convierte a su personaje en ventrílocuo de sus proclamas, sino que las ideas pertenecen al carácter de Clara. Y porque, aunque la tensión con la propietaria de la finca es el hilo conductor de la película, no se trata de su único foco de interés. Vemos a Clara salir con sus amigas, nadar, jugar con su nieto, acostarse con hombres, y coleccionar discos. En las antípodas del estereotipo melómano nickhornbysiano (hombre blanco de treintaytantos años), en Aquarius es una mujer brasileña ya entrada en la sesentena la que marca la banda sonora, descubriendo canciones a sus amigos y familiares, y explicando cómo un objeto (un álbum, pero también, por qué no, un piso) puede contener un viaje, así como la memoria de quienes los tocaron en algún u otro momento.