Violeta Kovacsics (imagen de cabecera: Les quatre coins, 1949)

En marzo de 2016, Véronique Rivette llama a un amigo. “He encontrado dos bobinas, intactas, ¿qué hacemos?”. Unos días después, apareció una tercera. Fallecido en enero, Jacques Rivette, había dejado así un último misterio: tres películas, mudas, rodadas en 16mm, a 16 imágenes por segundo. Tres piezas poco breves (de cuarenta y de veinte minutos) pese a su formato corto que él mismo definía como películas de aprendizaje.

Ese aprendizaje y la propia concepción artística de unas películas que, filmadas entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, toman la forma y la textura del cine primigenio revelan cómo, en sus primeros pasos como cineasta, Rivette opta por adentrarse en las esencias del cine, en su versión más pura. En este sentido, son interesantes las palabras del cineasta al distribuidor americano Brandon Films, cuando en una carta le escribía: “me resulta bastante difícil definir en pocas palabras lo que he querido hacer; mi primer deseo era realizar una película sin guión, que probase que, en el cine, la historia no tiene ningún valor esencial y que los actores puros, sin referencia a cualquier anécdota, son tan interesantes en sí mismos como si respondiesen a una intriga que les obliga a no ser más que etapas de su desarrollo: el simple hecho de fumar adquiere así una importancia tan grande como, en una película de detectives, matar a un hombre”.

El cigarrillo, en este caso, es el de La quadrille (1950), una pieza escrita con Jean-Luc Godard, que también aparece en la película, imberbe, sonrisa minúscula, aún más bebé que la de aquel chico que entrevistó al dinosaurio Fritz Lang. Decía que el cigarrillo es un elemento relevante, pues Rivette plantea un juego de miradas y de relaciones entre dos chicos y dos chicas, los cuatro sentados en una habitación, mirándose, comunicándose con gestos, fumando. En el fondo, no es casual que fuese Rivette quien reivindicó el concepto de puesta en escena para el cine: La quadrille es, en esencia, un ejercicio de montaje y de puesta en escena, de disposición de figuras en el espacio y en el cuadro. La habitación se convierte en un tablero de juego, y cada plano revela un movimiento, y cada personaje es una pieza en este experimento, en este divertimento.

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“Le divértissement” (1952)

Resulta quizá demasiado atrevido perseguir las señas de identidad del Rivette adulto en estas piezas de aprendizaje, como quien busca al Hawks del verbo y del sonoro en Hojas de parra, otro divertimento, en el que el director de La fiera de mi niña ya exploraba la comedia como forma de subvertir los roles del hombre y de la mujer. Sin embargo, y como en el caso de Hawks, quien se adentra en el juego de pistas termina resolviendo una parte del misterio. En La quadrille está, precisamente, el juego. En Le divértissement (1952), rodado en un parque parisino y en una terraza con vistas, al fondo, de la Torre Eiffel, está lo laberíntico, y la concepción de las relaciones y del amor como si fuesen una intriga.

En Les quatre coins (1949), Rivette plasma de nuevo el regocijo de los primeros amores como si se tratase de un complot. Sin embargo, más allá de mirar hacia lo que estaba por venir, hacia lo que terminó siendo la obra de Rivette; vale la pena echar la vista atrás. El plano, cerrado, pegado a los personajes, de una pareja que se besa parece tan azaroso como poético, y se sumerge en la luminosidad del cine francés primigenio de, por ejemplo, Jean Epstein. De tonos grisáceos, con el celuloide emblanquecido por momentos por la luz natural, Les quatre coins parece evocar, también, los rostros amorosos y gozosos de Los hombres el domingo, una de las películas más bellas, radicales y extrañas del período mudo, en la que los cineastas –una cuadrilla encabezada por Ulmer y Siodmak, y seguida por Wilder y Zinnemann–, sacan la cámara a la calle para plasmar la vida en un domingo berlinés, en una película que puede contemplarse como anticipo de la modernidad de, por ejemplo, la Nouvelle Vague.