Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

En el diseño de los escenarios interiores de The Last Black Man in San Francisco –debut en el largometraje de Joe Talbot presentado en el Concorso Internazionale de Locarno– se encuentra uno de los principales rasgos identitarios de este nuevo producto de la factoría A24, una de las compañías dominantes del actual panorama del cine independiente yanqui. Ahí yace la clave para desencriptar las verdaderas intenciones de un cuento en el que la estructura exterior de las casas es una invitación para perderse en los secretos que encierran sus interiores. Cada dormitorio, salón y recibidor hace gala de un trabajadísimo detallismo. Un mimo en el atrezo que, más que satisfacer meras filias estéticas, actúa como espejo del espíritu de los espacios. Éstos se muestran aquí como contenedores de recuerdos, de sueños, de sensaciones… de todo aquello que, en definitiva, define tanto al individuo como a la comunidad a la que pertenece. Esa lámpara, ese sillón, ese póster y ese jarrón pueden ser los residuos materiales de esa bronca, o de esa muestra de camaradería que, años después, sigue latiendo.

Con esto en mente, no puedo evitar pensar en aquella frase de introducción para aquel formidable libro desplegable interactivo que era What Remains of Edith Finch, videojuego producido por la compañía Annapurna (y es que los caminos del indie, sea en el formato que sea, siempre acaban convergiendo). El caso es que al poner los pies en casa de la familia Finch, la protagonista de aquella historia remarcaba que “nada en ella parecía anormal, pero había demasiado de todo, como en una sonrisa con demasiados dientes”. Pues exactamente así lucen todas las casas por las que se pasea el protagonista de esta película, un tal Jimmie Fails, autoproclamado “último hombre negro en San Francisco”. Y así luce especialmente la casa que está en el centro de todas sus obsesiones. Se trata de la antigua morada familiar, de inspiración victoriana, construida a mediados del siglo XX por su abuelo (“el primer hombre negro en San Francisco”)… y perdida años después por su padre.

La reconquista patrimonial es el motor principal de una trama centrada en una serie de anhelos íntimos y/o grupales. De hecho, tanto desde la dirección como desde la escritura del guion, Talbot se dedica a reflexionar sobre esa interacción entre lo individual y lo comunitario. Con dicha conciencia, la película consigue sobrevivir al arma de doble filo que podía suponer su deslumbrante aparato formal. Al principio, parece que el conjunto solo pueda despegar echando mano de esos momentos videocliperos que sirven para introducirnos en un ecosistema regido por el orgullo y la tensión racial, pero que no alcanzan a dar fondo a los personajes de la función. Por suerte, no nos quedamos en la fachada: la banda de sonido, en la que domina un viento que parece emanar directamente de la bahía de San Francisco, resulta una poderosa fuente de aliento lírico que, al igual que aquellos interiores, sirve como herramienta de comprensión de los personajes y sus situaciones.

Con todo esto, Talbot levanta una narración fabulesca con fuerte arraigo en materias sociales. Su gran despliegue de recursos audiovisuales es poco más que el prólogo en una historia cuyas moralejas beben de la historia reciente de una nación que, como muchas otras, se ha construido a través de sendas dosis de confrontación y concordia. Así, los apuntes sobre la familia y la amistad que nos sugieren las aventuras de Jimmie Fails nos remiten inevitablemente a los cambios (más o menos traumáticos) que han moldeado, durante las últimas décadas, a los Estados Unidos… y por ende, a occidente.

Para acabar de ubicarnos, cabe apuntar que The Last Black Man in San Francisco transcurre parcialmente en el que fuera el barrio japonés de San Francisco hasta el estallido de la segunda Guerra Mundial, cuando los campos de concentración en suelo americano hicieran que dicha zona pasara a manos negras. Una realidad que perduró hasta los tiempos de la globalización, cuando el proceso de gentrificación de las grandes urbes propició la enésima victoria de las clases privilegiadas. La casa, como en aquel videojuego, es una especie de entidad orgánica y caprichosa, que respira, y que suda, y que ejerce una influencia irresistible hacia quien se encierra entre sus cuatro paredes. Jimmie Fails suspira por aquello que perdió, y en su intento por recuperarlo, entenderá la diferencia entre propiedad y posesión, y entre legalidad y legitimidad.