“Por un momento el calor y el ruido invaden el recinto, alzo la vista y veo a una mujer frente a mí, lleva un abrigo blanco, su cara es morena bajo un cabello oscuro y peinado hacia atrás con masculina severidad; me sorprende la fuerza bella y luminosa que irradia su mirada y nos encontramos, un segundo, y yo siento el impulso irresistible de acercármele y, más amargo y doloroso aún, el impulso de seguir a la impresionante desconocida, que nace en mí como un anhelo y un mandato”. Estas palabras, sugerentes y líricas, escritas por Annemarie Schwarzenbach, retratan un encuentro entre dos miradas como si se tratase de un apasionado plano contraplano cinematográfico, pues el texto parece evocar constantemente el mundo de las imágenes. Las líneas corresponden a un texto breve, titulado Ver a una mujer (publicado en castellano por Minúscula). Este mismo título es el que lleva la película de Mònica Rovira en la que la cineasta se expone, como si recolectase las piezas de un diario íntimo, o como si despertase los recuerdos dormidos para exorcizar así una relación amorosa que se ha quebrado. Ver a una mujer, la película, intenta buscar el lirismo a partir de una cámara que muda de piel: inestable en primera instancia, y más asentada después. Lo curioso, quizá, es que el desgarro que produce el desamor no se filtra necesariamente en las imágenes, sino que se presenta con mayor fuerza a partir de los límites del lenguaje. En uno de los instantes centrales de la película, en que las dos protagonistas están sentadas en una mesa, Rovira habla precisamente de las dificultades de comunicar. En el fondo esta es una película sobre la imposibilidad de hablar el desamor y así reparar las heridas. Violeta Kovacsics

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