Toni Junyent

Sin planearlo en absoluto, en mis últimos dos días en San Sebastián se sucedieron ante mis ojos, de forma prácticamente consecutiva, tres películas que también son tres miradas a una cierta infancia o a una cierta adolescencia: Un dia perfecte per volar de Marc Recha, El rey de la Habana de Agustí Villaronga y Les démons de Philippe Lesage. Tres películas desiguales e imperfectas, y me apena constatar que la que sale peor parada es precisamente la de Villaronga, un cineasta valioso, al que le hemos visto, en el pasado, filmes que tratan de la pérdida de la inocencia, de Eros y Tánatos, de la podredumbre, del horror y de cómo este horror es capaz de mudar rostros, de hacerlos envejecer, de hacerlos más descreídos. El rey de la Habana, a priori, se inscribe de pleno en esas constantes, adaptando la novela homónima del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, tremebunda crónica de las andanzas de un joven desposeído que, para abrirse paso en la Cuba ruinosa y deprimida de finales de los noventa, resolvió confiarse a sus genitales, a un miembro descomunal que vuelve majareta a todo aquél que se topa con él.

Sin embargo, el director de El mar no parece encontrar nunca el tono o el ángulo desde el que convertir el material de partida en algo subyugante: la película discurre envuelta en noche y neón, de antro en antro, de pared descascarada en pared descascarada, con irrupciones ocasionales del sol agotador del Caribe, pero lo que podría o debería ser un viaje a los límites, a los abismos de la desesperación, deviene aventura guarra de cómic para adultos, esporádicamente divertida, histérica o delirante, pero rara vez emocionante. Es curioso, pero cuando el filme está por acabarse, cuando le queda apenas media hora, cierto acontecimiento sacude con furia las vidas de sus protagonistas y, entonces sí, emerge, rabiosa e inesperada, la poesía de los escombros que debería haber impregnado todo el metraje. Es inevitable pensar, viendo los hermosos y al mismo tiempo aterradores planos que clausuran El rey de la Habana, en otra película posible, distinta, mejor que la que hemos visto.

Roc Recha en "Un dia perfecte per volar" de Marc Recha.

Roc Recha en “Un dia perfecte per volar” de Marc Recha.

Para hablar de Un dia perfecte per volar, el último largometraje del catalán Marc Recha quizá también podríamos decir que es una película posible, una película sobre las posibilidades, infinitas, de una voz convenientemente modulada, y sobre la capacidad de asombro, también infinita, de un niño, Roc, el hijo del propio Recha, que quiere saberlo todo sobre el vasto espacio que le rodea, y sus misterios, y sus fábulas, las ya inventadas y las que siguen por inventar. Salí del cine pensando que, bueno, que era un poco una anécdota, una película pequeñísima, de estar por casa. Con la que, sea como fuere, lo había pasado bien. Me había hecho sonreír. Y sería más que injusto menospreciar la naturalidad con la que Roc escucha, mira, pregunta e intenta hacer volar su cometa. En sus gestos cabe hallar la fuerza de Un dia perfecte per volar, uno de esos filmes que hacen patente algo que, en el fondo, es o debería ser obvio. Que la economía de medios o expresiva no necesariamente resulta en una expresión pobre; si detrás de la cámara hay talento e ideas, ocurre más bien al contrario. Y siempre es gozoso dejar cosas a la imaginación, que, dicho sea de paso, cuando somos todavía niños, es la mejor arma que tenemos para desentrañar los misterios de la vida y de la muerte.

"Les démons" de Philippe Lesage.

“Les démons” de Philippe Lesage.

Entre la sordidez desconcertada de El rey de la Habana y la mirada tierna y noble del Roc Recha de Un dia perfecte per volar, está un turbio drama familiar que todavía no sé si celebrar o condenar, si es que debo hacer alguna de las dos cosas. Se trata de Les démons, del canadiense Philippe Lesage, y puede que sea la obra que más mal cuerpo me dejó de entre el puñado que pude ver estos días en el festival. Un mal cuerpo que, en ocasiones, venía dado por los sucesos que ocurren o se intuyen en el film y, a ratos, también por sospechar que tras esa pátina de drama sutil y proceloso se ocultaba una de esas películas ensimismadas y convulsas que blanden, a su paso por los festivales de cine, un catálogo impenitente de miserias humanas convenientemente sazonadas. Quiero entender la película, atacada de humor negro pero también de la negrura más pura, sin demasiada transición o equilibrio entre el uno y la otra, como la representación de los miedos conscientes e inconscientes de un chaval que está empezando a descubrir que le tiene miedo a ciertas cosas de la vida, a fenómenos que escapan a su control, a las riñas entre sus padres, al deseo, a la muerte y al progresivo enrarecimiento de su entorno. En el acertado e incisivo retrato de la familia del joven protagonista, Lesage logra recrear pequeños oasis de felicidad doméstica y también otros momentos que van de lo divertido a lo perturbador. De repente, una subtrama que hasta entonces permanecía en off, apenas sugerida, se convierte en el centro del relato, y es entonces cuando uno se pregunta si el director de Les démons tenía clara la historia que quería contar y hacia dónde pretendía llevarla. Porque, o bien algo no cuadra, o bien cuadra demasiado: es esta una película construida con inteligencia, que dosifica la información con gusto y no tiende a mostrar más de lo estrictamente necesario, para que seamos nosotros quienes vayamos atando cabos. Pero el conjunto termina por resentirse de cierta predictibilidad y de un aroma a provocación precocinada que pone en entredicho sus logros puntuales. Con todo, es una película cuyo recuerdo no se evapora al instante, te sigue molestando durante un rato.