Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Un coche de la organización del Festival de Cannes me lleva hasta un hangar de aeropuerto, en la zona de Mandelieu, a las afueras de Cannes, donde se encuentra instalada Carne y arena, la instalación que el director mexicano Alejandro González Iñárritu presenta en la 70ª edición del festival francés. La recomendación de la agente de prensa que me recibe es clara: “No tengas miedo de acercarte a las personas que verás en la instalación”. Se trata de mi primera experiencia con la Realidad Virtual, y con cierta cautela, intrigado por el ambiente algo siniestro del lugar, abro la (primera) puerta de entrada a Carne y arena. Me encuentro con una sala blanca en la que, desperdigados por el suelo, reposan zapatos y otros objetos que, según apunta un rótulo en una pared, fueron propiedad de inmigrantes mexicanos aprisionados en su intento de alcanzar territorio estadounidense. Otro rótulo me indica que debo quitarme zapatos y calcetines, y esperar a que suene una sirena (otro detalle escabroso). Advierto que, pese al cambio de medio, la personalidad e intenciones de Iñárritu permanecen intactas: la materia prima de su trabajo sigue siendo el sufrimiento, el de sus personajes, y aquí más que nunca el del espectador.

Suena la sirena y entro en una gran sala oscura. El suelo está cubierto de arena. Tres hombres me esperan en el centro de la habitación. Entre los tres, me ayudan a colocarme una mochila, las gafas de Realidad Virtual y los auriculares. Me dicen que puedo moverme como quiera, pero que no debo correr en ningún caso y que, si en algún momento estoy a punto de chocar con alguna pared, ellos evitarán el impacto tirando de la mochila hacia atrás. Las instrucciones no invitan a la tranquilidad. Empieza la “experiencia”. Es de noche, estoy en medio del desierto y escucho voces. Aparece un grupo de hombres, mujeres y niños, inmigrantes mexicanos que intentan llegar a Estados Unidos. El “coyote” toma el teléfono y le advierte a su interlocutor que la cosa se complica. Entonces aparece un helicóptero y una patrulla en coche y se inicia una hostil captura de los inmigrantes: gritos, tensión y sufrimiento de unas personas que llevan días caminando por el desierto.

En plena captura, surge la cara trascendentalista de Iñárritu: aparece una suerte de nube de polvo luminosa que se acerca a mí y me recubre. Los inmigrantes reaparecen sentados frente a una mesa de cuya superficie líquida emerge una barcaza en miniatura: está llena de otros inmigrantes en miniatura que perecen cuando la embarcación naufraga. De nuevo la luz y volvemos al escenario anterior, de nuevo con los inmigrantes en el suelo. De repente, sin advertirlo, veo que estoy situado en la trayectoria de un inmigrante que se acerca caminando a mí. Me atraviesa y en ese momento veo su interior: un corazón gigante que late con fuerza. Un nota de sentimentalismo que recibo en estado de shock. Me doy cuenta del potencial de interactividad de la experiencia y decido acercarme más a las criaturas digitales. El nivel de inmersión es muy elevado, pero la sensación de voyeurismo no desaparece: el elemento digital de la representación genera un efecto de distanciamiento que se ve acentuado por la sensación de que te mueves como un fantasma invisible entre los personajes de la instalación. Me acerco y miro en el interior de las mochilas de los inmigrantes. No les queda nada. Se acerca el final: los policías llaman a los hombres del grupo para cachearlos. Uno de ellos se resiste entre gritos. Pero entonces un policía empieza a gritar más fuerte. Se dirige a mí. Me pregunta qué estoy haciendo. Me ordena que levante las manos. Me apunta con su rifle. Fin.

Salgo del espacio de Realidad Virtual. Me pongo los zapatos y accedo a un largo pasillo donde unas cajas de luz contienen las fotografías y las dramáticas historias de todos los personajes que aparecen en la instalación. Salgo afuera y empiezo a procesar la experiencia. Pienso que acabo de vivir algo completamente alejado de la experiencia cinematográfica. Creo que un aficionado a los videojuegos (una materia que desconozco casi por completo) podría sentir mucha más familiaridad con el “nuevo” formato. La Realidad Virtual desactiva todos los elementos analíticos con los que pienso el cine, esencialmente, la noción de puesta en escena: posiciones y distancias. El nuevo formato me genera un fuerte desconcierto a la hora de valorar la posición moral del autor, Iñárritu. Durante la sesión, quien ha determinado los “encuadres” he sido yo, con mis movimientos. Y debo reconocer, avergonzado, que mis elecciones han apuntado hacia la abyección. ¿Qué me empujó a acercarme (en travelling) hacia los inmigrantes en su momento de mayor sufrimiento? ¿Qué me llevó a cotillear morbosamente en el interior de estas figuras? ¿Anuló la experiencia, con su pulso adrenalínico, mi sentido del pudor y el respeto? ¿O fue todo cosa mía?

Con Carne y arena, Iñárritu se confirma como un esteta del sufrimiento. Sin miedo a cruzar todos los límites, su trabajo tiene mucho de visceralidad instintiva (y megalómana) y muy poco de pausa meditativa. Recapitulando mi primera experiencia con la Realidad Virtual, me asaltan los interrogantes: ¿Tiene algún sentido intentar equiparar esta experiencia virtual con el sufrimiento de unas personas que, empujadas por la miseria, caminan por el filo de la muerte? ¿Dónde queda el autor en este nuevo formato? Y por último: ¿fui tan libre como me pareció durante la experiencia virtual? ¿O quizás el dispositivo escénico –la llegada de los inmigrantes por un lado y los coches de policía por el otro– me empujó a ese pozo de curiosidad mórbida que experimenté en la instalación? Quizás lo mejor sea asumir mi responsabilidad en todo esto.