Gerard Casau (Festival de Cannes)

Los primeros días de Cannes han ido cargados de momentos musicales: el expansivo baile de Marion Cotillard al son de Bob Dylan en Les fantômes d’Ismaël, la vibración de los vinilos que palpa el protagonista sordo de Wonderstruck, Juliette Binoche encomendándose a Etta James en Un beau soleil interieur, Sharon Jones como compañera de tropelías de los muchachos de Ava… y aún hemos de ver la infancia de Juana de Arco en versión cantada que nos propone Bruno Dumont. Pero hoy nos centraremos en dos películas donde la sensibilidad musical resultaba una parte integral de la propuesta: Barbara de Mathieu Amalric, que inauguró Un Certain Regard, y Alive in France de Abel Ferrara, vista en la Quincena de Realizadores.

Una cosa está clara: Barbara es el retrato de una diva. Lo que ya no resulta tan evidente es qué diva de las que aparecen en la película interesa más a su director Mathieu Amalric. Los créditos iniciales unen e igualan en importancia los nombres de la chanteuse de la que se pretende hacer un biopic y de Jeanne Balibar, la actriz que debe interpretarla, y que desaparecerá (aparentemente) en las máscaras de la ficción: por un lado, Balibar es Brigitte, una actriz contratada para interpretar a la autora de L’aigle noir en un filme dirigido por Yves Zand, avatar del mismo Amalric. Y, claro, Balibar también es Barbara, icónico nombre con el que se inmortalizó a Monique Serf (1930-1997), poeta de voz nocturna y figura espigada, que forma parte del panteón de la chanson francesa. Pero, según el filme, tanto Brigitte como Barbara son Balibar, y la frontera entre sus identidades apenas se insinúa en el corte que media entre dos planos.

Durante los primeros minutos de la película, vemos a Balibar encarnando a Brigitte mientras esta prepara su personaje, documentándose sobre Barbara a través de todos los materiales a su disposición, y haciendo suyo un guion que no teme alterar según le convenga. También se nos muestran secuencias de la película dentro de la película –como por ejemplo una que hace visible la difícil relación de la artista con su madre– que se detienen a través de un sonoro “¡corten!” para exhibir las bambalinas de un rodaje en proceso. Pero llega un punto en que la verdadera Barbara reclama un espacio en la ficción, siendo invocada a través de filmaciones de archivo; fragmentos que el montaje cose con planos dramatizados de Balibar-Brigitte, fundiendo rostros y creando una continuidad de espíritu que va más allá de semejanzas físicas y de caracterización.

La confusión de niveles metaficcionales implosiona definitivamente en el momento en que Yves-Amalric se arrebata en el sentido zuluetiano de la palabra, quedando enajenado en su obsesión por la cantante, y deseando introducirse literalmente en la obra que está creando –“¿Estás haciendo una película sobre Barbara o sobre ti?”, le pregunta Brigitte. “Es la misma cosa”, responde él–, mientras su actriz marca distancias con el proyecto a través de diversos episodios de fuga, como aquel en que seduce a un camionero, en los que reivindica su poder como creación autónoma. Semejante dispersión acaba por bloquear todo intento de realizar un biopic –sea en el nivel de ficción que sea– pero eso, claro, es parte del juego que propone Amalric: Barbara no pretende contarnos la historia de una vida (los episodios biográficos que en ella aparecen no tienen afán didáctico, y más bien buscan el reconocimiento de aquellos que ya aprecien a la cantante), sino la de una voz. O, mejor dicho, dos voces. Porque si bien los archivos gráficos permiten que la Barbara real irrumpa (e interrumpa) en el filme con toda su majestad, Barbara también documenta el aura de Balibar, su capacidad para resultar vampírica sin caer en lo literal. Y, sobre todo, deja constancia de su crecimiento como cantante. Si Pedro Costa filmó en Ne change rien su exasperante entrenamiento vocal, Amalric le da la oportunidad de graduarse, dando la réplica y midiéndose con una verdadera fuerza artística de la naturaleza.

Casi tan fragmentaria y llena de desajustes, si bien mucho más egocéntrica, resulta Alive in France, con la que Abel Ferrara deja constancia de la breve gira que realizó por escenarios del país galo en otoño de 2016, interpretando la música que aparece en su filmografía. Una obra, pues, de alcance limitado y rayana en lo indulgente, que se torna cuasi emocionante para quienes seguimos y apreciamos la trayectoria del neoyorquino.

En un momento de la cinta, Ferrara se encarga de explicar que, de contar con presupuesto suficiente, probablemente se limitaría a llenar sus bandas sonoras con temas de los Rolling Stones. Pero como sus producciones suelen ir justas de posibles, le sale más a cuenta juntarse con amigos y componer ellos mismos las canciones que luego se integrarán en el relato. Una lógica de austeridad y optimización del talento no muy distinta a la que puede aplicar John Carpenter, si bien en el caso de Ferrara los resultados no cuajan en sonidos particularmente memorables y capaces de sobrevivir fuera del contexto para el que fueron creados, convirtiendo la teórica columna vertebral de Alive in France en una colección de ejercicios rockistas más bien discretos, cuya valía solo es evidente para quienes los idearon y ejecutaron.

Esto explica por qué el carisma del filme no se encuentra tanto en el plano sonoro como en los encuentros que produce sobre el escenario, reuniendo al cineasta con algunos de sus colaboradores habituales, como Joe Delia –con quien había tarifado años atrás– y Paul Hipp (el rapero Schooly D también debía acudir a la cita, pero problemas con su visado acabaron reteniéndolo en Estados Unidos). Así, el director de Teniente corrupto tiene la ocasión de filmar a las personas que le son cercanas y a las que quiere y admira: no debe extrañarnos que, a la hora de registrar las actuaciones, los encuadres tiendan a un contrapicado que magnifica la presencia de los músicos.

No solo Delia y Hipp aparecen en las imágenes. La actriz Cristina Chiriac, pareja de Ferrara, se incorpora al grupo como corista y bailarina sensual, mientras que la hija que tienen ambos, Anna, se integra también en la función, deparándonos la hasta ahora insólita estampa de Ferrara con un bebé en brazos. Y, por supuesto, el propio director se convierte en una presencia omnipresente, cuyo deambular errático pero enérgico marca el carácter de una película que no conoce el reposo y que se niega a detenerse mucho tiempo en cada una de sus vertientes, ya sean las reflexiones del autor sobre su oficio, los preparativos de los conciertos, o el gozo de estas reuniones públicas entre amigos.

Posiblemente, la única conclusión que permite extraer Alive in France es que todo lo que toca Abel Ferrara queda inmediatamente inoculado por un agente que atrae el caos, asimilando con naturalidad accidentes (¿acaso plantados ahí por el propio el director?) como la de la groupie hostil que persigue al grupo por el backstage, o la fan que decide abuchear el minuto de gloria de Paul Hipp en Midnight for You, un calco springsteeniano compuesto para China Girl.

Al terminar la proyección, un espectador preguntó al equipo, probablemente con segundas y venenosas intenciones, si estaban orgullosos del filme. Y mientras Ferrara andaba de un lado para otro, farfullando y saludando a los colegas que veía en las primeras filas, Hipp tomó el micro para explicar lo mucho que aún le sorprende que, después de todos los excesos que tanto Ferrara, Delia y él se aplicaron en su juventud, hoy puedan estar vivos y juntos nuevamente, limando viejos roces y disfrutando de la compañía mutua. Solo por eso, afirmaba el guitarrista, la existencia de Alive in France ya le produce satisfacción. Seguramente sea esa la mejor manera de ver y acercarse a la película, como una celebración de los lazos y el gozo que han surgido de una obra artística muchas veces sumida en la intoxicación sórdida.