Basada en la novela homónima de “words and pictures” (palabras y dibujos) del novelista Brian Selznick, Wonderstruck se construye como una película de imágenes y sonidos. La afirmación puede parecer una obviedad, pero no es tal si atendemos al modo en que Todd Haynes depura y condensa las dos variables plásticas esenciales de lo audiovisual. Aquí las imágenes parecen renegar de las palabras para buscar un diálogo elemental, profundamente emocional, con la música, algo que el director de Velvet Goldmine lleva persiguiendo toda su carrera y que, finalmente, parece haber encontrado, ya en su madurez, de la mano de una historia juvenil protagonizada por personajes incapaces de escuchar nada. Bella paradoja.

Los protagonistas de Wonderstruck son dos niños sordos que huyen de unos escenarios familiares marcados por el sentimiento de orfandad. Cuales figuras dickensianas, Rose (Millicent Simmonds) y Ben (Oakes Fegley) llegan a Nueva York, en épocas muy diferentes –1927 y 1977, respectivamente– buscando consuelo y respuestas al abandono familiar. Dos historias que, como ya ocurría en la novela de Selznick, avanzan en paralelo y en formatos visuales muy diferentes. Los años 20 se retratan en blanco y negro, y sin palabras, un reto que Haynes aborda con alegre simplicidad, jugando con las texturas monocromáticas sin caer en los aspavientos de The Artist y guiñándole el ojo al imaginario de King Vidor. Mientras que los años 70 se presentan en colores cálidos (¡incendiarios!) para los exteriores/día, y azules sombríos para los interiores/noche.

Tratándose de un cineasta tan formalista como Haynes, sorprende que no sean las propias texturas de la imagen las que acaparen toda la atención del espectador. Lo central aquí termina siendo el retrato caleidoscópico de la ciudad de Nueva York. Y es que Wonderstruck deviene una sinfonía urbana en la que cada nuevo registro visual añade una nueva capa poética a la carta de amor que Haynes dedica a la ciudad de Carol. De las estampas en blanco y negro a la efusividad multicolor, de la siniestra nocturnidad a la delicada representación en miniatura de la ciudad (que Haynes anima en stop-motion en lo que parece un guiño a su primeriza y rudimentaria incursión en el medio en Superstar: The Karen Carpenter Story).

Estamos ante una suerte de reedición del proceso de deconstrucción de la figura de Bob Dylan que Haynes propuso en I’m Not There, pero aplicada aquí a la ciudad de los rascacielos. El resultado es un estimulante collage visual que encuentra su compás en el tratamiento musical del film, que transita entre la melódica (y, para mi gusto, excesivamente melosa) banda sonora original de Carter Burwell, los ritmos urbanos y, por encima de todo lo demás, una versión funk del Así habló Zaratustra de Strauss. Cabe decir que, en este retrato musical de la ciudad, Hanyes cae más de una vez en el cliché, como en la representación de la cultura negra de los 70 –un fetichismo que siempre ha sido el talón de Aquiles del director de Lejos del cielo–. Por suerte, la genuina emotividad del homenaje a la ciudad consigue pulir estas aristas.

Por último, hay que elogiar el modo en que Haynes y Selznick (que también es el guionista de la película) canalizan hacia la película la celebración que propone el libro del universo museístico, presentado no sólo como un receptáculo de conocimiento sino también como un espacio para la aventura y el encuentro con otros seres humanos, una aproximación que ya adoptó Wes Anderson en algunos (¡inolvidables!) pasajes de Los Tenenbaums. Una Familia de Genios. Así habla Wonderstruck, una película que, siendo menor dentro de la ilustre trayectoria de Haynes, nos ofrece una nueva prueba, humilde y emotiva, del compromiso del director de Poison con los inconformistas, con las almas perdidas, con aquellos que, como apunta la película, “deciden mirar hacia las estrellas”.