Gerard Casau

Es bien sabido que la Palma de Oro es el trofeo más deseado por (casi) cualquier cineasta. De lo que quizá no se habla tanto es de cómo Cannes también disfruta absorbiendo directores, hasta el punto de que el sello de aprobación del festival acaba tatuando sus carreras de forma repetida. Sin ir más lejos, en 2016 han coincidido en la Competición cuatro autores que ya poseen la Palma: Ken Loach, Cristian Mungiu y los hermanos Dardenne (estos últimos, por partida doble), además de cineastas que han presentado varias veces sus películas en la Croisette, como Pedro Almodóvar, Jim Jarmusch o Bruno Dumont. Pero el ritual de lo habitual exige siempre algo de sangre nueva, y los últimos en sumarse a esta constelación son Xavier Dolan y Nicolas Winding Refn, cuyos films, Juste la fin du monde y The Neon Demon, provocaron los mayores colapsos vividos hasta ahora en los pases de prensa vespertinos, así como las reacciones más viscerales entre los acreditados.

Tras debutar en la Competición cannoise con Mommy (y acabar compartiendo el Premio del Jurado nada menos que con Jean-Luc Godard), Xavier Dolan ha regresado al festival con la primera película que dirige como director consagrado por la cinefilia contemporánea, y con un reparto de primera división compuesto por Gaspard Ulliel, Marion Cotillard, Léa Seydoux, Nathalie Baye y Vincent Cassel. Ni rastro, pues, de quien ha sido su columna vertebral interpretativa, Anne Dorval. Pese a ello, Juste la fin du monde está en deuda con la actriz, pues fue ella quien descubrió a Dolan, la obra de Jean-Luc Lagarce en la que se basa; un referente del teatro francés contemporáneo, en la que un dramaturgo regresa a su hogar tras más de una década de ausencia, para anunciar a su familia que tiene SIDA y le quedan pocos meses de vida. Esta fue, también, la enfermedad que mató a Lagarce en 1995, un lustro después del estreno de la obra.

Aun cuando el canadiense ya cuenta con seis películas en su haber, parece casi imposible hablar de su cine sin que el titular haga referencia a su juventud y precoz ambición. Eso hace que el conjunto de su filmografía pueda percibirse como una especie de perpetua ópera prima, en la que cada nueva entrada resulte desmesurada de una forma y otra, prometiendo audacias (el formato vertical 1:1 de Mommy) y arrojo (en la misma película, hacer sonar el Wonderwall de Oasis sin preocuparse de que fuera percibido como un cliché carbonizado). Pero Juste la fin du monde no contiene esa clase de highlights instantáneos, sino que Dolan parece preocupado, sobre todo, por encontrar una forma cinematográfica que haga justicia a un material que no es suyo; algo por lo que ya pasó en Tom à la ferme.

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Más allá de acercar la acción de la pieza a nuestros días, cuando el SIDA ya no parece ser una preocupación colectiva, y de introducir canciones (de Grimes u O-Zone) como portal a los recuerdos y a la interioridad del protagonista, el director se ciñe al texto con fidelidad. Su opción de puesta en escena pasa por preguntarse qué puede ofrecer el cine que no sea posible en las artes escénicas, hallando la respuesta más lógica: el primer plano y el montaje. Como si saltara del patio de butacas al escenario para respirar el aliento de los actores, Dolan limita casi exclusivamente la interpretación del reparto a sus rostros, encuadrados muchas veces en ligero picado. Estos no comparten casi nunca el plano, sino que son aislados por el montaje, de manera que a nadie le pase por alto la dificultad comunicativa que crispa a los miembros de la familia protagonista, pese a que Lagarce rehuyó dar explicaciones sobre por qué las cosas funcionan tan mal en esta casa.

La solución formal es tan elemental como consecuente, pero toda fuerza o verdad que pudiera contener el texto queda limitada por la dificultad que demuestran los intérpretes para hacerse suyas unas líneas plagadas de dudas, pausas y errores, sin acabar de aprovechar tampoco el espacio dejado por el superávit de puntos suspendidos. Quedan, al menos, dos secuencias que vuelan más alto que el resto: la conversación entre el hijo enfermo (Ulliel) y la madre (Baye), que rebaja el histrionismo general, y la tozuda agresividad del clímax, que la fotografía de André Turpin baña en una luz de atardecer dorado honrada por la proyección en 35mm., algo inédito en este Cannes.

Si Xavier Dolan ocupa en el mobiliario de Cannes el lugar de eterna promesa, o de último grito, Nicolas Winding Refn comparte con Park Chan-wook la estantería de los géneros ultraestilizados. Es posible que el danés se sienta cómodo siendo una posesión festivalera, pues su cine no deja de ser, eminentemente, un fetiche: tratar de entablar un diálogo con sus películas resulta poco menos que un esfuerzo en vano, pero sí podemos acariciarlas como quien pasa los dedos por la superficie de un objeto precioso. Existen, en definitiva, para ser desnudadas con los ojos.

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The Neon Demon resulta windingrefnesiana desde su mismo título, que explicita el material del que están hechas sus imágenes: el neón, ese gas que envolvemos en cristal y electricidad para deleitarnos con su tono rojizo. No es una luz útil, sino decorativa, empleada por quien quiere atraer nuestra mirada (la mayor parte de las veces para vendernos algo). Y hay que reconocer que, en manos de Natasha Braier (directora de fotografía de, entre otras, En la ciudad de Sylvia), las ideas de Winding Refn adquieren un fulgor más magnético que nunca; al menos hasta que se ven obligadas a abandonar su inicial pose estatuaria para ir al compás del simulacro de historia que las engarza.

La sinopsis de la película, tal y como aparece en el dossier de prensa, es particularmente breve: Jesse (Elle Fanning) llega a Los Ángeles con la ilusión de ser modelo. Su belleza y encanto natural la convierten en objeto de fascinación y celos por parte de compañeras y rivales, que ansiarán hacerse con su “don”. La premisa, en realidad, contempla prácticamente todo el film, pues el cerco que amenaza a la protagonista no se vuelve verdaderamente palpable hasta su último acto. Antes, hemos creído presenciar el oscurecimiento en que se va sumiendo la inocencia de Jesse, tragada poco a poco por los oropeles de la moda. El problema es que esta transformación ocurre exclusivamente en el guion, sin que nuestros ojos puedan dar fe de ella: escuchamos a los personajes decir que Jesse tiene algo especial, y caer rendidos en el momento en que ella entra en la habitación, pero nuestros ojos en ningún momento pueden dar fe de ello: Elle Fanning puede ocupar el centro de la composición, pero siempre habrá algún destello, o alguna sombra más interesante en el plano. Basta recordar la escena del casting de Mulholland Drive (con la que The Neon Demon ya ha sido apresuradamente comparada) para constatar el fracaso de Nicolas Winding Refn a la hora de dar un aura a su actriz y personaje principal.

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The Neon Demon adolece del mismo mal que ha perseguido casi siempre al autor de Bronson, que nunca ha estado particularmente interesado en la narración, pero tampoco acaba de abrazar el sinsentido. Lo primero queda patente en la poca utilidad de personajes como el de Keanu Reeves, y lo segundo frustra los últimos minutos del metraje, que toca a su fin justo cuando empieza a entregarnos el horror y la locura prometidos. Uno casi lamenta que su trayectoria no pueda vivir exclusivamente a base de tráilers, ese formato que permite a Nicolas Winding Refn soltar un puñado de imágenes potentes sin tener que preocuparse de otra cosa que del efecto epatante.

Por todo ello, resulta profundamente irónico que The Neon Demon dedique buena parte de su tiempo a confrontar la belleza innata que (nos dicen) irradia Jesse con la guapura “artificial” que la rodea, pues la deseable apariencia del film está tan construida como la de esas modelos convencidas de que el encanto es algo que puede ser poseído, robado y comido. No obstante, hay momentos en que la película nos sorprende con algún plano hermoso y sugerente, como aquel de una Jesse asustada y a la vez excitada, escuchando con la oreja pegada a la pared en medio de un vacío negro, que podría ser un fotograma perdido de Suspiria. Teniendo en cuenta la clase de película que quiere ser The Neon Demon, no se me ocurre mejor piropo.