¿Cómo poner en imágenes la voz interior de un personaje que, sin venir demasiado a cuento, afirma estar “espiritualizado”? En la locura que es Zama –la película de Lucrecia Martel sobre la vileza del colonialismo y la tragedia de las esperanzas incumplidas–, el protagonista, “un asesor letrado de la corona” española en Latinoamérica, escucha lo que parecen ser voces espirituales, al tiempo que la realidad que le rodea va complaciendo y al mismo tiempo obstruyendo sus deseos: la materia prima del film. A la sed de cuerpos femeninos de Diego de Zama, la película (una adaptación de la novela homónima de Antonio di Benedetto) responde con ninfas juguetonas, pícaras “señoras” españolas (Lola Dueñas) e indias maternales. Al orgullo desbocado del protagonista, Martel responde con voces susurrantes o imaginadas que celebran “el tormento de la pureza”. Al tratamiento ambiguo del tiempo histórico de Benedetto, el anacronismo musical de Martel. Al derrumbamiento de la máscara civilizada del colonialismo, el declive de un cuerpo (el del actor Daniel Jiménez Cacho en la cumbre de su talento para la inquietud) y de la materia: apolillada, sangrante, encharcada, apestosa. Como afirmaba una mujer mayor en la novela de Di Benedetto, “todos, casi todos, somos pequeños hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible”. Por su parte, en la febril película de Martel, las miradas, las líneas de diálogo lanzadas al vacío y los planos alucinados parecen amontonarse unos sobre otros como las capas de una milhoja afrodisíaca y agria. Manu Yáñez

Programación completa del cine Zumzeig