Una voz en off habla de un sueño recurrente. Las imágenes nos muestran un helicóptero aterrizando. De repente aparecen en plano un puñado de niños rubios, casi albinos, y una cartela nos indica que estamos en la Siberia oriental. El helicóptero trae a Clément Cogitore, el director, y a su equipo de rodaje a Braguino, llamado así debido a su fundador. No estamos en un pueblo propiamente dicho; estamos a más de 700 kilómetros de la civilización y en un paraje al que sólo se puede acceder por mar o aire. Sus únicos habitantes son dos familias: los Braguino del título y los Kiline. Pero no se hablan. Hace ya años que cada uno se repartió las tierras y viven allí, divididos por el río y alejados de todo, especialmente, entre ellos mismos.
Braguino, la ganadora del premio Zabaltegi-Tabakalera de la pasada edición del festival de San Sebastián, se acerca, en sus 49 precisos minutos, a este paraje nacido 30 años atrás y, en especial, a una de las familias. Cogitore capta a la perfección una realidad que, mientras en ocasiones es mágica, en otros instantes resulta totalmente perversa. El día y la noche traen consigo una diferencia capital a la hora de rodar el paisaje, del mismo modo que lo hace el hecho de rodar el mundo adulto y el de los niños. Mientras los primeros se dedican a narrar a cámara, con odio, las vicisitudes que sus vecinos les hacen pasar (la conspiranoia llega a tales niveles que incluso se plantean la posibilidad de estar bajo escucha), los niños se dedican sencillamente a mirar. En ese sentido, una de las secuencias más bellas de la película es aquella que muestra a un puñado de infantes, de uno y otro bando, en la misma orilla del río. Los dos grupos no llegan a hablar, pero tampoco dejan de observarse, como intentando entender aquello que separa a sus familias sin conseguirlo.
El enfrentamiento entre las dos familias es, pues, capital para el director de Ni le ciel ni la terre, pero no es ni mucho menos el único de sus intereses. A Cogitore también le interesa asistir al proceso de destrucción llevado a cabo por los invasores del espacio. Estos, denominados los “corruptos” por la familia protagonista, son grupos de hombres que aterrizan con helicópteros dispuestos a cazar en tierras que no les pertenecen. El acto es ilegal pero poco importan las normas y principios en una tierra de nadie… Tanto en este acto como en la manera en que se rueda el espacio, Braguino tiene algo de retrato del final de una época, tanto respecto a los demonios externos como a los internos de sus protagonistas.
Otro de los instantes definitorios es esa caza del oso por parte de la familia que tiene lugar en mitad de la película. Es uno de los pocos instantes en que los protagonistas se refieren directamente al equipo de rodaje (“¿Tienes miedo?” preguntan mientras el oso está peligrosamente cerca de ambos). La cacería y el destripamiento del animal no son en ningún caso tratados con violencia, sino con todo el respeto que da el saber que la familia mata para subsistir. Ello dará pie a una de las imágenes más potentes de todo el documental: aquella en que mientras, fuera de campo, los cazadores deciden realizar una oración por el animal, la cabeza desmembrada del mismo nos observa desde un tronco para acabar cayendo al suelo por su propio peso. Cuando más adelante observamos a una de las hijas pequeñas de la familia, rubia y con vestido rosa, calzando los pies del oso como zapatillas, la imagen es al mismo tiempo terrorífica y preciosa. Algo similar a lo que puede decirse de la propia película.