Una película tiene derecho a ser varias cosas a la vez y El renacido (The Revenant), el nuevo mamotreto fílmico de Alejandro G. Iñárritu, exprime esa posibilidad a conciencia. Como apuntan las primeras imágenes del film –una familia duerme plácidamente, unida; un riachuelo señala el curso de la vida–, El renacido puede verse como una reflexión sobre el lugar que ocupa el ser humano en el seno del mundo natural, una meditación que, en los pasajes más interesantes de la película, se viste de batalla épica por la supervivencia del héroe. Lo nuevo de Iñárritu es también una odisea mística de resonancias cristianas –como marca el sello Iñárritu– sobre el tormentoso diálogo de un hombre con sus fantasmas: un vía crucis con esposa fallecida y otros espectros familiares. Por si esto fuera poco, The Revenant es también una fábula moral en la que confluyen la avaricia humana (encarnada por Tom Hardy), la fuerza corruptora de la venganza y la posibilidad de la redención a manos de la compasión. Y aquí no termina la cosa: El renacido es también un acercamiento –tan alucinado como Apocalypse Now de Coppola o El nuevo mundo de Malick– a la devastación genocida acometida por los colonos en las tierras indias del noroeste americano entre finales del siglo XVIII y principios del XIX (la película adapta libremente la novela homónima de Michael Punke, que relata una historia real que ya fue llevada al cine en El hombre de una tierra salvaje de Richard C. Sarafian, en 1971). No está nada mal para una sola película.
La idea de convertir una película en una sinfonía de argumentos filosóficos, apuntes genéricos (El renacido aúna elementos del western, el melodrama y el cine de aventuras), apreciaciones históricas, derroches líricos y consideraciones espirituales no es nada nueva. De La ronda de Max Ophüls a I’m Not There de Todd Haynes, de todo Godard a Waking Life de Richard Linklater, el cine no ha dejado de experimentar con la posibilidad de eludir una centralidad, de negar su unicidad. El renacido –obra megalómana donde las haya– lleva dicha práctica al terreno del cine narrativo más convencional a través de la referencia continua y muy poco disimulada a la obra de Terrence Malick, que se materializa en la cámara inquieta de Emmanuel Lubezki –colaborador de Malick y gran fotógrafo/autor del cine contemporáneo–, en el rostro alelado de los actores, en el retrato de la barbarie bélica que remite a La delgada línea roja, en la posibilidad del vínculo interracial apuntada en El nuevo mundo, y en la conquista de aquel purgatorio simbólico que emborronaba El árbol de la vida. Dicho todo esto, el gran problema de El renacido es la ausencia de una mirada, de una voz, de una personalidad cinematográfica, de una visión del mundo que unifique sus diversas caras. Digámoslo llanamente: cuando Malick le pide a Lubezki que filme una arboleda en un bello contrapicado (o Nadir), uno sabe de qué está hablando el director de Días del cielo: está interrogando a Dios, está buscando respuestas a sus dilemas existenciales. Cuando Iñárritu le pide a Lubezki (o quizás Lubezki le propone a Iñárritu) filmar una arboleda en un bello contrapicado (o Nadir), uno no sabe muy bien qué quiere Iñárritu, quizás citar a Malick, probablemente rendirse ante la contundencia estética del plano. La cosa se complica cuando advertimos que estos planos malickianos se contrapesan con atléticos planos secuencia.
El renacido es pura contundencia: cine sometido a la ley del más fuerte. Hay una largo plano coreografiado hacia al principio de la película que ilustra la esencia de la propuesta de Iñárritu: una flecha atraviesa a un yanqui en la frente, la cámara cabalga entonces junto a un indio que va a lomos de su caballo y que es derribado por un disparo, entonces el indio es rematado en el suelo por Tom Hardy, que acuchilla a otro indio antes de abandonar el plano para que podamos contemplar a un yanqui descamisado que, en el fragor de la batalla, ha perdido el juicio y acribilla a un caballo indefenso. Pura musculatura fílmica: un espectáculo de la crueldad. Poco después, la aparición de un viejo indio, aparentemente trastornado, que recita un plegaria en pleno combate, parece conectar con la imagen del yanqui loco que ejecuta caballos. ¿Cómo interpretar estas dos figuras? ¿Cómo leer estas dos imágenes? ¿Quién es el culpable de esta barbarie: el indio o el yanqui? ¿Qué posición moral toma el cineasta ante estos dos personajes? A la postre, uno tiene la impresión de que Iñárritu no se plantea cuestiones de está índole. Parece más implicado en la creación de imponentes imágenes simbólicas –fantasmas flotantes, montañas de calaveras– y postales de una debacle universal: una manada de lobos atacando a un bisonte, un meteorito caído del cielo (como en Birdman), una gigantesca avalancha de nieve. ¿Qué importancia tienen “pequeñeces” como el valor moral de un travelling o de un plano Nadir cuando se tiene entre manos la escena de acción más salvaje de todos los tiempos (el ataque del oso) o la prueba definitiva de la brutalidad de un rodaje: esos primeros planos en los que el aliento del héroe (vaporizado por el aire helado) humedece la lente de la cámara?
En la piel de Hugh Glass, Leonardo DiCaprio aúlla, se arrastra por el barro, gruñe y gime por conseguir su merecido Oscar. Renegando de su imagen playboy indolente, DiCaprio se convierte en un histrión aguerrido, a años luz del matizado Tom Hanks de Naufrago o del templado Robert Redford de Cuando todo está perdido; sin embargo, la entrega suicida del ex-niño mimado de Hollywood merece un reconocimiento. La simplicidad de su trabajo actoral es solo una extensión de la concepción del cine de Iñárritu, que necesita clarificar en todo momento las intenciones de sus personajes. En este sentido, la excepción la encontramos en un pasaje del film (el inicio del camino a la venganza) donde el personaje de DiCaprio se limita a merodear por el paisaje nevado reaccionando ante los obstáculos del camino. Por un momento, la psicología queda a un lado, el relato se ralentiza, la narrativa se purifica y se compone una sonata a la supervivencia, aunque lo de meterse dentro del cuerpo de un caballo muerto y “renacer” parece una treta tan elemental como la resurrección final de Sandra Bullock en Gravity, otra de las películas a las que remite El renacido. Por mi parte, debo reconocer que la película en la que más pensé mientras veía lo nuevo de Iñárritu fue la gran Essential Killing, de Jerzy Skolimowski, con Vincent Gallo en la piel de un soldado afgano hecho prisionero por las tropas norteamericanas y luego fugado en un país de la Europa del Este, que lucha por la supervivencia en medio de la naturaleza. A través de su confianza en el misterio del arte y en la inteligencia del público, Skolimowski construía una enigmática y resonante reflexión sobre el lugar del ser humano en un mundo golpeado por el extravío existencial y el caos político-ideológico. El cine como una invitación a la reflexión, algo que se echa de menos en la impresionante y flagelante El renacido.