Tras rodar en Entre Ríos su embriagadora adaptación cinematográfica de una obra poética de Juan Laurentino Ortiz, titulada La orilla que se abisma, el argentino Gustavo Fontán regresó al Delta del Paraná para filmar El rostro. Esta película inclasificable, premiada en el BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) y vencedora de la pasada edición del Festival Márgenes, es la segunda entrega de su intermitente tetralogía fluvial, que terminará con la suma de dos largometrajes todavía inéditos: El día nuevo y El limonero real. Sin lugar a dudas, El rostro es la obra con mayores elementos narrativos de la filmografía de este autor especializado en el cine experimental y, a la vez, uno de sus poemas visuales más abstractos, a merced de un trabajo con el tiempo no-cronológico. De este modo, aunque el film se apoya en una trama de ficción, todo el metraje se compone de una agrupación de imágenes metafóricas que buscan representar los límites de la memoria. En otras palabras, El rostro pone en escena la incapacidad de la mente humana para recordar su pasado en su totalidad.
Para desenvolver una idea tan compleja sobre la pantalla, Fontán utiliza una anécdota sencilla: un hombre llamado Gustavo (Gustavo Hennekens) viaja por las peligrosas aguas del río Paraná en una balsa hasta su aldea natal, que actualmente se encuentra en ruinas. El protagonista reconstruye el pueblo físicamente –domesticando la naturaleza hostil que ha invadido la zona– y mentalmente, con la ayuda de su memoria. Todo tipo de sucesos pretéritos invadirán sus pensamientos, mientras espera la llegada de su familia y amigos al lugar. Sin embargo, Gustavo ha olvidado un detalle de su pasado que no consigue rememorar. Se trata del rostro de su padre, quien falleció cuando éste tenía cuatro años.
Podríamos señalar que El rostro es una road movie sobre dos viajes distintos, e igualmente melancólicos. El primero –un trayecto físico– presenta a una comunidad exiliada que retorna a su lugar de origen. El segundo no ocupa ni un tiempo ni un lugar preciso: es una inmersión por la laberíntica e inconmensurable memoria de todo ser humano, una herramienta poderosa del intelecto que, por capricho, hará que el protagonista pierda un recuerdo que es esencial para cualquier hombre. El director de El árbol retrata el ansia de rememorar la cara del padre del anciano protagonista, revelando una infinitud de recuerdos, que nunca corresponden al esperado. Asimismo, Fontán utiliza la agrupación de esos fotogramas-recuerdos para proponer un exquisito juego de texturas en blanco y negro, consistente en reunir imágenes bucólicas rodadas en tres formatos distintos: el Super 8, 16mm y el vídeo. De este modo, igual que en Favula, de Raul Perrone, Fontán ambienta una fábula en una atmósfera de ensoñación, que sólo puede ser contada a partir de fragmentos imprecisos, a partir de las capas imperfectas (y subjetivas) de las memoria: las sensaciones, los estados de ánimo o los sentimientos.