Nicolás Gibbs (Barcelona)

Hay momentos del año que se vuelven imprescindibles para cualquier cinéfilo atento al panorama contemporáneo. En Barcelona, el D’A Film Festival ha logrado consolidarse como una cita esencial del calendario cinematográfico. Ante un escenario fílmico cada vez más amplio y atomizado, el evento dirigido por Carlos R. Ríos ofrece la posibilidad de acceder a una muestra ecléctica y al mismo tiempo canónica del cine de autor procedente del circuito internacional. Para muchos, la sección Direccions (“Direcciones”, en catalán) promete una cita ineludible con directores de la talla de Bruno Dumont, Hong Sang-soo, Wang Bing o Leos Carax. En su decimoquinta edición, el D’A volvió a poner un foco resplandeciente sobre películas que muchas veces permanecen confinadas en circuitos poco accesibles.

¿De qué otra manera sería posible ver en una sala del Cine Aribau Eight Postcards from Utopia de Radu Jude? Eight Postcards… se presenta como un épico ejercicio de montaje (un supercut en formato largometraje) a partir de fragmentos de spots publicitarios procedentes de la Rumanía postsocialista. Estructurado en ocho capítulos, Jude (con la ayuda de Christian Ferencz-Flatz) compone un bombardeo audiovisual incesante, organizado conceptualmente a partir de sendos intertítulos: “The Romanian ParadoxThe Ages of Man”, “The Green Apocalypse”… Desde la primera sección, aflora una propuesta archivista que ahonda en la representación histórica y sociopolítica del pueblo rumano, condensada en anuncios de gaseosa o productos de limpieza. Una historia resumida en segundos que va desde la épica de tiempos preindustriales a una botella de Pepsi. Se puede establecer en esas imágenes una relación directa entre la transición histórica hacia el capitalismo y una transformación de la identidad rumana. Hace un año, en el mismo Cine Aribau, se presentaba Do Not Expect Too Much from the End of the World del mismo Jude, una obra brillante que transformaba una película ficcional de los años 80 en un documento histórico mediante la ralentización. En Eight Postcards…, el rumano ahonda en una historia desprovista ya de Historia: signos amontonados en una parodia del scroll compulsivo. No estamos ante la película más destacable de Jude, pero en todo caso reafirma el carácter irreverente de un cineasta que insiste en interrogar la experiencia del capitalismo tardío.

El cine autoral de no ficción tuvo su cima con C’est pas moi, mediometraje dirigido por Leos Carax. Con elementos propios del ensayo fílmico, según las enseñanzas de Jean-Luc Godard, Carax enhebra un diálogo abierto entre imágenes que abarcan momentos íntimos, testimonios históricos del siglo pasado y souvenirs del gran invento que fue el cine. Con un ánimo lúdico que no esconde un caudal subterráneo de melancolía, C’est pas moi establece un juego con el espectador de direcciones inesperadas y sentidos locuaces, anudados por la filmografía de Carax y su propia historia familiar. En un pasaje, la voz en off intenta identificar la figura de un padre en las imágenes. “Allí está”, se escucha, pero siempre hay otra imagen o un corte que se interpone. El padre puede ser Hitler, pero esta vez en Estados Unidos, o el mal padre puede ser Carax, mientras la pantalla se ve sacudida por la terrible y conocida imagen del cadáver inerte de un niño a la orilla del mar.

Si de autores se trata, el francés Bruno Dumont llegó a Barcelona para recibir un premio honorífico y presentar L’Empire, su primera película de ciencia ficción. En un mundo donde una catedral y un edificio aristocrático son naves espaciales, dos razas extraterrestres, encarnadas en cuerpos humanos, combaten por el poder en un pueblo de la costa francesa. Concebida como una parodia de Star Wars, L’Empire toma los códigos de la ciencia ficción y los lleva a territorios extraños: un grupo de campesinos montados en caballos blancos se hace llamar el Consejo y debaten sobre la salvación de su raza no humana. En el coloquio posterior a la proyección, Dumont se refirió a sus personajes como si se tratara de figuras mitológicas. En ese sentido, tirando del hilo bressoniano tan presente en la obra del francés, cabe destacar un trabajo actoral parco y enrarecido, marcado por cuerpos vaciados de lógica afectiva y abocados a una neutralidad artificiosa.

Otra cosa es lo que sucede en By the Stream, de los imperdibles Hong Sang-soo y Kim Min-hee. En un festín de sojuy diálogos de sobremesa, la película sigue a una profesora de teatro que recibe a su tío, un actor reconocido, para dirigir la obra de sus alumnas. El primer consejo del nuevo director es que enfaticen los gestos más que los diálogos. Más adelante, Jeon-im (Kim) escucha al exdirector, quien fue expulsado del grupo por una situación de abuso con las alumnas. Él pide disculpas y quiere reivindicarse para regresar al grupo, pero Jeon-im insiste con que debe irse de allí. En esta escena, Kim atraviesa la conversación con una serie de gestos que van desde el ceño fruncido a la sonrisa, de la complicidad al rechazo. Todo lo que sucede en ella escapa a un sentimiento determinado, más bien parece un ensayo de gestos o formas de interpretar, una respuesta en tiempo real a lo que está escuchando.

Por último, de vuelta al cine de género, el D’A acogió la proyección de Chime, un mediometraje de terror de Kiyoshi Kurosawa. Un sonido que proviene de metales o campanas –chime en inglés– perturba a un joven que acaba suicidándose en una clase de cocina. Esta escena es suficiente para plantear un misterio que acecha a un profesor: ¿qué es lo que ocurre en ese espacio que lleva a acciones violentas impredecibles? Si el juego de mostrar y ocultar la amenaza es fundamental para manejar el suspense en el terror de raigambre hitchcockiana, Kurosawa demuestra ser un maestro de la generación de hipótesis inciertas. Más que para ser entendida, Chime existe para ser escuchada. En una escena, el profesor de cocina observa una cámara de seguridad y ve una imagen abstracta acompañada de un pitido. El protagonista apaga entonces la pantalla, pero los oídos no son como los ojos: no pueden cerrarse. El ruido del mundo supone una amenaza constante en Chime: viaja por el exterior, pero hay indicios de que también vive en el interior de los personajes. El grito en una cara impávida o el cuchillo que abre un cuerpo devienen manifestaciones epidérmicas de ruidos profundos.