Manu Yáñez (Valladolid)

Colmada de imponentes monólogos literarios, actuaciones herederas de “el método” y virtuosos ejercicios de puesta en escena, La cocina del mexicano Alonso Ruizpalacios –presentada en la Sección Oficial de la Seminci– se postula como la película definitiva sobre la experiencia del inmigrante en los Estados Unidos de la era Trump. De hecho, la actualidad manda, y cuando uno de los cocineros latinos de la película alaba la superioridad racial de las mujeres blancas resulta difícil no pensar en la creciente popularidad del aspirante republicano a la reelección presidencial entre los votantes hispanos. Pero el atractivo del nuevo trabajo del director de Güeros no pasa únicamente por su oportuna denuncia de la situación de vulnerabilidad que sufren los inmigrantes ilegales que buscan encaramarse al sueño americano. De hecho, la osadía política de La cocina llega acompañada de un atrevimiento dramatúrgico y una ambición formal que explican tanto sus logros como sus excesos.

Ambientada en un famoso restaurante para turistas de Manhattan, La cocina –que adapta libremente la obra de teatro The Kitchen de Arnold Wesker– se asienta sobre un apabullante vendaval de recursos estéticos discrepantes. El film comienza con la entrada en el restaurante de una nueva trabajadora ilegal, y con una apuesta inicial por la pausa, el blanco y negro, y la frontalidad características del cine de Jim Jarmusch. Sin embargo, cuando llegamos a la que será la pareja protagonista, formada por Raúl Briones y Rooney Mara (glamourosa incluso en las condiciones más miserables), la película se apega a unos primeros planos tan sudorosos y sensuales como los de Wong Kar-wai. Este cóctel referencial, ya de por sí enérgico, alcanza su cénit expresivo durante unos ajetreados turnos de trabajo, cuando Ruizpalacios combina los imposibles planos secuencia de Alfonso Cuarón y el frenesí del Martin Scorsese más desbocado para convertir la cocina del local en una batalla campal –los cinéfilos más jóvenes quizá pensarán en los hermanos Safdie, mientras que los amantes de las series se decantarán por The Bear–. Sobre el papel, este collage de envites formales, más artificiosos que realistas, perfilan una obra de aliento monumental; sin embargo, su incontinencia expresiva y la sensación continuada de déjà vu que desprenden sus imágenes acaba limitando el alcance del film.

Este crítico tiene la impresión de que, de haber descubierto La cocina con veinte años (en la época en que decidió engalanar su habitación con un póster de Magnolia de Paul Thomas Anderson), seguramente hubiese experimentado un shock cinéfilo ante el vigor plástico y la exuberancia narrativa de la película de Ruizpalacios. Hay que reconocer el valor que tiene convertir un compendio de experiencia íntimas en un mosaico humano de envergadura épica. Y resulta difícil no quedar impresionado por los esfuerzos que invierten Briones y Mara en reeditar la odisea autodestructiva del Robert De Niro de Taxi Driver. Pero, al mismo tiempo, la facilidad con la que La cocina se inclina hacia el esperpento, así como su apego a una cierta espectacularidad, terminan generando un cierto abismo entre la estupefacción y aturdimiento del espectador y el drama de los personajes.

El mismo día en que, a primera hora, Ruizpalacios epataba al público y crítica asistente a la Seminci, el estadounidense Brady Corbet, ya por la tarde, dejaba boquiabierto al personal con la colosal The Brutalist. Después de triunfar en el Festival de Venecia, donde el autor de The Childhood of a Leader se alzó con el premio a la Mejor Dirección, la película dejó en Valladolid una estela de admiración gracias a su arrojo formal. Filmada en 35mm, en el formato VistaVision (que utilizó Alfred Hitchcock para rodar Vértigo y Con la muerte en los talones), The Brutalist dedica sus más de 200 minutos de metraje a elaborar un elefantiásico lienzo fílmico con el que dar cuenta de la experiencia de los europeos que emigraron a los Estados Unidos durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Centrada en la melancólica y espigada figura de un arquitecto que llega al Nuevo Mundo con la esperanza de prosperar y reencontrarse con su esposa, la película despliega una primorosa colección de momentos dolientes e inolvidables. Extremadamente sensible a las fluctuaciones de la luz, la cámara de Corbet captura con una belleza indeleble los reencuentros (del arquitecto con un viejo amigo), las horas muertas (marcadas por el desánimo y la pobreza) y los pequeños oasis de placer (vinculado sobre todo a la música jazz y a las drogas).

Durante la prodigiosa primera mitad de The Brutalist, Corbet convierte en pura emoción todo lo que filma. Adrien Brody, en un papel a la altura del de El pianista, deviene un avatar del herido pueblo judío, obligado a recomponerse en condiciones adversas –en este sentido, el reflejo de la película sobre la realidad actual perfila una paradoja siniestra–. La penuria y el desánimo empujan al protagonista hacia la parálisis, pero su apego a la idea del fulgor creativo –se diría que estamos ante un alter ego del propio Corbet– vuelve a aflorar gracias al encuentro con un magnate yanki (Guy Pierce), que se convertirá en su mecenas. A partir de entonces, The Brutalist se propone diseccionar la difícil relación entre el valor del arte y el comercio, entre la sensibilidad y el interés, entre la humanidad de los bohemios y la mezquindad de los capitalistas. No hay duda de que Corbet siente un profundo resquemor hacia su país de origen –no hay que olvidar que, tras sus inicios en el cine americano, el actor-cineasta continuó su trayectoria junto a autores europeos como Michael Haneke, Lars von Trier, Olivier Assayas o Ruben Östlund–. Como si fuera un expatriado, el director de Vox Lux embiste contra la ignorancia, el mercantilismo y la desmemoria de aquellos que ostentan el poder en los Estados Unidos.

No es fácil encontrar en el cine americano del siglo XXI un proyecto fílmico del calado historicista de The Brutalist. Habría que pensar en películas como Pozos de ambición The Master, ambas de Paul Thomas Anderson; pero los modelos que parece seguir Corbet remiten a la figura de cineastas en la frontera entre Europa y América: el Sergio Leone de Érase una vez en América, o Elia Kazan y su capacidad para llevar hasta el corazón del cine americano las enseñanzas de Konstantín Stanislavski, que Lee Strasberg empleó para construir “el método”. Dicho esto, sería tentador catalogar The Brutalist como una obra maestra (una relectura rabiosa de El manantial de King Vidor), pero eso supondría obviar sus desequilibrios, marcados por la sed de provocación de Corbet. Así, en su segunda mitad –y, en particular, en su recta final–, el film deja atrás cualquier atisbo de sutilidad para entregarse a una escritura grotesca, próxima a la caricatura. No es que la película deje de emocionar, o que Corbet olvide de su pacto con la elegancia fílmica, pero cuando el discurso ideológico se impone al testimonio humano, The Brutalist parece sucumbir a los impulsos autoritarios que ella misma denuncia. Quién sabe, quizá es el remate idóneo, aunque nada perfecto, para esta película desbordante.