El luminoso cadáver de Evita Perón es exhumado por dudosas razones en la intermitentemente cautivadora Eva no duerme de Pablo Agüero, un polimórfico estudio de la historia argentina desde la caída del gobierno peronista a mediados de los años 50. El método de Agüero consiste en explorar la persistencia de la iconografía de Perón rastreándola en una serie de dispares momentos de la turbulenta historia política de Argentina, en concierto con el enrevesado peregrinaje del cuerpo embalsamado de Perón primero fuera y luego de vuelta a su tierra. Se trata de una idea relativamente fresca, pero las set pieces varían demasiado –no solo en términos estéticos y de duración, sino también en su calidad– como para cumplir con las aspiraciones de Agüero.
Un monólogo pronunciado por un ingeniero de la guerra sucia, el Almirante Emilio Massera (Gael García Bernal), que marcha portentosamente hacia la cámara en el plano de apertura, nos acerca a la permanencia de Perón como símbolo del poder del pueblo a través de la perspectiva de su archienemigo, un fascista que no quiere otra cosa que enterrarla. Los resoplidos de Bernal sobre “la ídolo pagana que eclipsó a Dios” sientan las bases del film con claridad, aunque también nos introduce en el arriesgado estilo de Agüero, que fluctúa entre la sobreactuada exposición de Bernal sobre imágenes de archivo, sobre unos rígidos dioramas históricos y sobre unos más evocativos tableaux en claroscuro. Denis Lavant sale más airoso de su episodio como un conductor castrense y gruñón –introducido, en carteles a la Tarantino, como “El transportista”– que tiene la misión de mover el cuerpo de Perón fuera del país bajo fuego enemigo. La clausura del film –una verborreica obra en un acto que presenta el interrogatorio de un general caído a manos de una joven doble de Perón– no está a la altura de la afirmación, pronunciada por el comunista interrogado, de que “esto no es una lección de historia”.