Leí Vicio propio en 2011 empujado por los rumores acerca de una posible adaptación de la novela de Thomas Pynchon por parte de P.T. Anderson. Por entonces, me encontraba realizando una investigación sobre el cine de Richard Linklater para un libro que no llegué a escribir. Durante meses, todo lo que leí o visioné, tuviese o no relación directa con la obra de Linklater, terminaba dirigiéndome hacia alguna película del realizador texano. Fue así como la lectura del siguiente pasaje de la novela de Pynchon me condujo directamente al universo de A Scanner Darkly, la magnífica adaptación que realizó Linklater, en animación rotoscopiada, de la novela homónima de Philip K. Dick: “Si cuanto había existido en esta prerrevolución soñada estaba condenado, de hecho, a terminar, y si el pérfido mundo movido por el dinero acabaría reafirmando su control sobre todas esas vidas, que se creía con derecho a tocar, sobar e importunar, serían agentes como éstos, sumisos y silenciosos, los encargados del trabajo sucio, quienes se ocuparían de que así ocurriese”.
Más allá del cúmulo de excéntricos personajes, giros imprevisibles y referencias a la cultura pop, Vicio propio de Pynchon meditaba sobre la infiltración de los tentáculos del poder en el seno de la contracultura norteamericana de los 60 –la novela transcurría entre finales de los 60 y principios de los 70–. Una reflexión vestida de testimonio confuso y alucinado, humorístico y fatalista, del ocaso de los sueños de libertad del hippismo.
Puro vicio de P.T. Anderson recupera ese tema central de la novela de Pynchon y lo sitúa en el trasfondo de una hilarante historia detectivesca en la que confluyen amoríos fatales, misterios que conducen a nuevos misterios, y una retahíla de figuras que componen una tupido mapa socio-cultural de una época y un lugar: policías adeptos a quebrantar los derechos civiles, hippies contratados por el Servicio Secreto para infiltrarse en movimientos contraculturales, juventudes nixonianas, hermandades arias, el recuerdo de los asesinatos de Charles Manson… Todo bien empaquetado en un relato más bien críptico que parece al mismo tiempo un viaje en montaña rusa y una travesía por el desierto. Cada giro de la trama resulta imprevisible –lo que, en cierto modo, acelera la acción–, pero cada episodio se despliega morosamente, con la cámara de Anderson –controlada por Robert Elswit, director de fotografía de Magnolia o Pozos de ambición– formulando largos planos de acercamiento a personajes que mantienen conversaciones que parecen no ir a ningún lado. De hecho, si algo me ha sorprendido de las numerosas críticas que se han escrito sobre Puro vicio, es la ausencia de toda referencia a La mamá y la puta, la gran película de Jean Eustache sobre la resaca del mayo del 68 francés.
Si The Master, la anterior película de Anderson, arrancaba con la imagen de unas aguas arremolinadas en la estela de un buque –casi el diagrama perfecto para una película empeñada en surcar las espirales mentales de su protagonista–, Vicio propio comienza con una imagen del mar tomada desde la costa, con el oleaje golpeando cadenciosa e implacablemente la playa. Y así es como funciona esta fiel y fascinante adaptación de la novela de Pynchon: como un oleaje que va borrando, a cada golpe de mar, a cada giro argumental, los surcos del relato. En este sentido, Vicio propio puede considerarse un film casi radical, una deliciosa anomalía en el seno del cine industrial norteamericano –vale la pena recordar que la película está producida por Warner Bros–. Recuerdo muy pocas películas yanquis recientes que hayan apostado de una forma tan deliberada por romper una y otra vez todo atisbo de lógica causal –la tetralogía de la muerte de Gus Van Sant podría ser el precedente más cercano–.
Numerosos críticos han relacionado Vicio propio con El largo adiós de Robert Altman o El gran Lebowski de los hermanos Coen; sin embargo, el film de Anderson es mucho más arriesgado en su proceder caótico y susurrante. Llegado un momento –por ejemplo, aquel en el que se nos muestra a «Bigfoot» Bjornsen (Josh Brolin) pateando una y otra vez, a cámara lenta, a «Doc» Sportello (Joaquin Phoenix)– el espectador debe asumir que “la historia” de Puro vicio es lo de menos. La trama detectivesca funciona como una especie de gran Macguffin que Anderson utiliza para observar un universo bello y decadente en el que una serie de criaturas risibles y entrañables intentan prolongar un imposible sueño de lisergia hedonista. Y claro, la criatura más fascinante del rebaño es el “Doc” Sportello interpretado por Phoenix: una versión algo infantilizada, alelada y condenadamente romántica del Philip Marlowe chandleriano. De entre las muchas píldoras de genio extravagante que pone en juego Phoenix, me quedo con la sutil dosis de ridícula vanidad con la que Sportello agita la cabeza para poner en su lugar su descuidada melena; un gesto que, por otra parte, me hace pensar en lo fantástico que habría estado Robert Downey Jr. –la primera elección de Anderson– en la piel de Sportello.
Pero si hay una figura que caracteriza el halo melancólico y la audacia narrativa de Puro vicio esa es la narradora del film, encarnada por la cantautora e intérprete de arpa Joanna Newsom, miembro de la escena del folk psicodélico contemporáneo. La primera singularidad de esta narradora –con la que Anderson feminiza la voz literaria de Pynchon– es que aparece y desaparece del relato de formas imprevistas. Además de escuchar su melosa voz (en off), la vemos surgir en pantalla como una médium tocada por visiones astrológicas. En una escena particularmente intrigante, Newsom se materializa en el coche de Sportello y diserta sobre el crepúsculo de la vieja California a manos de la avaricia inmobiliaria, para luego desaparecer súbitamente en lo que parece un simple contraplano. Newson bascula entre los roles de “narradora omnisciente” y “narradora observadora”, de forma parecida a como lo hacía Ricky Jay en Magnolia; aunque el golpe maestro está en los tiempos verbales que emplea Newson en su narración: un pretérito a veces perfecto y a veces imperfecto que derrama sobre el relato un torrente de melancolía. Una estrategia que remite lejana pero locuazmente al atrevido trabajo con la voz en off que llevó a cabo Hou Hsiao-hsien en la magistral Millenium Mambo.
Es a través de las palabras de Newson –así como de la gestualidad crecientemente errática de un sensacional Josh Brolin en la piel del policía “Bigfoot” Bjornsen– que Anderson se permite las mayores licencias respecto al texto de Pynchon. Como cuando, en una de las cimas poéticas del film, la voz en off de Newson nos invita a confiar que “este barco bendito llegue a mejor puerto y sea redimido allí donde el destino de América fracasó y transpiró”.